«No sé si me olvidarás
o si es amor este miedo,
yo solo sé que te vas,
yo solo sé que me quedo”.
Andrés Eloy Blanco
Revisando los libros, acta constitutiva y estatutos sociales de la fundación de Los Artistas por la Vida, institución civil de carácter privado, de nobles propósitos y sin afán de lucro, me doy cuenta de que Fausto Verdial aparece entre sus miembros fundadores, porque igual en eso el escritor, actor y dramaturgo hizo cosas buenas en Venezuela, su otro país que tomó como propio y nos honró con ello.
Nunca tendré autoridad moral para reprochar al que se vaya de cualquier país, argumentando la grave e inocultable pesadilla que lleve a cuestas por veinticinco tortuoso años, haciéndole la vida de cuadritos, imponiendo una inmerecida pena, injustamente padecida, así como tampoco al que se queda –pudiendo o no irse- con la convicción de poder hacer algo desde el mismo país que lo vio nacer o al que llegó por el sino de la vida, cabalmente en condición de inmigrante.
Llamar cobarde al que se va, o pendejo al que se queda, no es solo simple cicatería o carencia de sensato criterio, es una barbaridad deleznable, una injusta apreciación del contenido y la significación de tamaña decisión; es además, una evidente señal de enanismo intelectual, propio del que ve todo en un mosaico y no precisamente de los tantos que componen la obra del maestro Carlos Cruz-Diez, exhibida en un largo pasillo del aeropuerto Simón Bolívar de Maiquetía.
Se trata de defender el derecho de los que quieren irse, y desde luego –como se ha dicho- de los que deciden quedarse. Porque eso es la libertad, albedrío, en eso consiste el arbitrio de cada quien en ejercicio de sus derechos y. las libertades públicas e individuales, a pesar de la mala, peor o pésima gestión del gobierno de turno, empeñado en coartarlos a cada rato, sin miramientos y teniendo en mala hora entre sus garras, todo el andamiaje del poder del Estado.
Por eso me preocupa que no seamos capaces de darnos cuenta del despeñadero por el que va el país, cuesta abajo en su rodada, como llora el tango. Incapaces de ponernos de acuerdo en un tema tan fundamental como este –ya no una percepción- sino un hecho triste, una terrible realidad, un desolado infierno que nos dejó aquel milico golpista, hoy en manos del gobernante que dice ser su hijo, y de su equipo ineficiente que no han podido dar hasta ahora ni una señal de rectificación.
Por el contrario, continúan las amenazas a los medios y a todo aquel que piense distinto, el populismo que da casa por mangos, regala carros en plena autopista, y existen los que se ufanan de ser buenos conductores de vehículos de toda naturaleza. No denuesto el oficio de chofer, no. Mi padre lo fue, y luego tuvo su propia compañía de autobuses. Me refiero al uso grosero y recurrente de esa práctica populista para consolidar esa otra metáfora de la pobreza que es el chavismo.
A veces o con mucha frecuencia, lucíamos polarizados en el asunto, en eso estábamos, porque a eso nos ha llevado el lenguaje incendiario del chavismo, y desde luego, caímos en esa trampa, en esa odiosa estrategia. Pero el pasado 28 de julio el pueblo se pronunció en las urnas electorales, y los resultados fueron evidentes.
A los que hoy profesan esa tesis delirante como forma de gobierno, les ha funcionado poner a pelear a la oposición democrática venezolana; dividirla es su propósito y sobre todo en época electoral. Hay países cuyos gobiernos saben que desde hace rato ya no son mayoría, que sus pueblos necesitan y claman un cambio. Por ejemplo, mi país merece ser gobernado por otra gente comprometida con su futuro, empeñada en corregir errores y subsanar las omisiones en que ha incurrido esa cosa aposentada en palacio. Que sus hijos regresen, mejoren las condiciones de existencia y vuelva a ser un país receptivo, benevolente y solidario con los que quieran hacer vida en esta tierra. Esa misma situación dilemática que nos ha llevado a no entender que para ser libres, expresar o decidir con albedrío nuestra vida personal, familiar o social, debemos respetar al otro, no solo en la participación en los asuntos públicos, sino también y necesariamente, aceptarnos en nuestra privacidad y defenderla.
Debemos echar a un lado, desestimar cualquier intento de presión, no aceptarla de nadie que pretenda imponernos algo que no queramos, o aquello con lo que no estemos de acuerdo. «Ningún hombre puede ser dueño de otro», decía Epicteto.
El hombre, al defender los valores democráticos, al enfrentarse a la discriminación y a la intolerancia, al defender la riqueza del pensamiento libre y plural, no hace otra cosa que actuar en defensa propia. Volviendo al título de esta nota, y miren que no soy crítico teatral, sin embargo ello no obsta para exaltar los méritos de la obra que ahora vuelve a montar el Grupo Actoral 80, los cuales se ven acrecentados por el excelente elenco en escena, la dirección y producción que no pierden detalle alguno, pues a ello nos tiene acostumbrados el equipo que dirige mi dilecto amigo Héctor Manrique.
Rescato el tema central de la puesta en escena: la migración en tiempos de guerra, la búsqueda de nuevos horizontes cuando en la propia tierra no se avizora ninguno, y en muchos casos –en la mayoría- la gente que osa pasar de un continente a otro con apenas lo que lleva puesto encima y alguna mochila llena de sueños, si eso es posible.
En clave de humor se nos cuenta el drama de españoles venidos a esta Tierra de Gracia, y luego de ocurrida la caída del tirano de allá (España), pensaron en la posibilidad de volver. Ese mismo que encuentra similitud con la hora aciaga que hoy vivimos.
No les extrañe si de pronto se borran las líneas de los mapas, se unen los océanos y ya todo es cercanía. Por eso sólo envidio mi pensamiento que puede volar lejos de aquí. No les cuento más porque lo necesario y conveniente es que vayan y disfruten, las risas están aseguradas y quizá una lágrima decida deslizarse libremente por vuestras mejillas.
A veces quedarse es ir muy lejos. Un país a la deriva nos pide rumbo y yo solo ofrezco el faro de la palabra de mi verbo civil. Dueles, país, y aunque nos partan el corazón y se lleven las dos mitades, uno solo será el latido de la nación unida.
Castigos innecesarios: atacar al que se va, criticar al que se queda. Por cierto, es probable que mis hijos se vayan, mis ojos lluevan y deba prepararme para el regreso.