Si uno se atuviera a las impresiones de la ciudad de hierro desierta, con los aparadores tapeados y las avenidas vuelto peatonales, concluiría que Nueva York, la capital del capitalismo, ha sufrido un golpe mortal con el coronavirus y la crisis económica. No hay tiendas, restaurantes, bares, hoteles, ni siquiera hotdogs, pretzels y comida halal en las esquinas. Los parques se llenan, en parte de gente reuniéndose a comer un sandwich con una cerveza, en parte de locos, homeless, mendigos y esa especie tan neoyorquina: los que están solos.
Muchos de mis restaurantes preferidos desaparecieron: ya no abrirán a finales de este mes, ni nunca. Proliferan las despedidas en las puertas o paredes de una tienda tras otra, de un café tras otro, de un restaurante tras otro. Quizás se inaugurarán nuevos negocios en esos mismos locales, pero ni pronto ni en todos. El impacto visual es desolador, sobre todo en las calles o avenidas que uno ha recorrido desde hace años.
Llueve sobre mojado. Desde antes de la pandemia y las protestas, los almacenes de menudeo de ropa, zapatos, electrónica y muebles iban cerrando. No resistieron la competencia de Amazon, sobre todo con las rentas y los impuestos de Manhattan. La triple crisis solo vino a agudizar una tendencia preexistente.
De la misma manera que las consecuencias de dos mandatos del alcalde De Blasio únicamente profundizaron los procesos en marcha en Manhattan, a favor de Queens y el Bronx. Más personas sin casa en las calles durante el verano; más basura, por más tiempo, en las banquetas; más desorden en los carriles para bicicletas, peatones y automóviles en los bulevares de sur a norte. De Blasio, quizás con toda razón, dirigió sus esfuerzos hacia las zonas pobres de la ciudad: donde viven los afroamericanos, los latinos, los asiáticos recién llegados. Que los rascacielos, la Quinta Avenida y Wall Street se rasquen con sus propias uñas.
Se entiende. El covid-19 en Nueva York, la ciudad más afectada del mundo, fue una enfermedad de clase y de edad. Golpeó desproporcionadamente a los pobres –que suelen ser negros e hispanos– y a los mayores de 65 años, sobre todo si padecen obesidad, diabetes, hipertensión o enfermedades cardíacas. El mapa de los códigos postales de la ciudad, sobre puesto al de los casos de contagio o de fallecimientos es aterrador: en Manhattan, al sur de Harlem, murieron y se enfermaron muy pocos. Un amigo mexicano próspero, que vive en NOMAD, y se reúne con todo tipo de círculos de poesía, literatura, cine o ajedrez, me comentaba que de sus 150 conocidos de esa manera, no se había enfermado ninguno.
De allí en parte el vigor, la estridencia y los excesos iniciales de las protestas. Aunque buena parte de los manifestantes son blancos de Williamsburg y Brooklyn Heights, otros, los que saquearon las tiendas, no tanto. Sucede lo mismo que en México, pero con el agravante étnico. Las escuelas públicas de barrios más desfavorecidos atienden mucho menos a los niños online que las de las zonas de clase media. Aunque algunas empresas de celulares regalan veinte o cuarenta dólares de tiempo de prepago para los menores de edad –supongo que igual que en México– no duran mucho. Y los alumnos de las zonas de menores ingresos se quedan entonces sin educación.
Pero este triste panorama no debe engañar a nadie. No es el fin del capitalismo, del neoliberalismo, del imperialismo ni de Nueva York. La capital del mundo se ha repuesto de crisis parecidas; la última fue hace apenas 12 años, la anterior el 11 de septiembre de 2001. La resiliencia (horrible anglicismo aceptado ya por todos) neoyorquina y del capitalismo norteamericano es legendaria, y perenne. Apostarle a otra cosa es un absurdo. Y a Trump, lo que sigue de absurdo. Mejor a Frank Sinatra: New York, New York.
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