No resulta fácil ponderar la profundidad de los daños que cierto tipo de telenovelas -obviamente, las más populares, las de mayor raiting- pudieron haber ocasionado sobre la consciencia social de los venezolanos. No hace mucho tiempo, la selección de fútbol venezolana -la “Vinotinto”- debía enfrentar a la selección chilena -la “roja”. Días previos a la confrontación deportiva, en Chile, los medios de comunicación anunciaban el partido bajo la siguiente premisa: “Ellos saben de telenovelas. Nosotros sabemos de fútbol”. A pesar de la dureza de la frase, e incluso, a pesar de que tampoco es que los chilenos sean precisamente los mayores exponentes del fútbol en América Latina, algo de verdad retumbaba en los intersticios de aquella mordaz, abigarrada y, sobre todo, vanidosa consigna de quienes finalmente terminarían aprendiendo a hablar -no sin ciertos bemoles- el idioma español gracias a don Andrés Bello.
Desde el comienzo de los años sesenta del siglo pasado, poco después de que comenzaran a llegar los primeros exiliados cubanos a Venezuela, Diego Cisneros fundó Venevisión, con lo cual una suerte de Weltanschaunng caribeña, heredera tropical de Corín Tellado, se fue abriendo espacio y tiempo en territorio venezolano. La primera novela que transmitió el canal se llamaba La cruz del diablo. Ya para 1965 la estación televisiva emitía 18 de los 20 espacios de mayor audiencia en Venezuela. Y en 1971, la telenovela Esmeralda, escrita por la cubana Delia Fiallo, protagonizada por Lupita Ferrer y José Bardina, se había convertido en un auténtico acontecimiento nacional. Como en su tiempo lo fue, sin duda, El derecho de nacer, de Felix Ciignet, protagonizada por Conchita Obach y Raúl Amundaray -“Albertico Limonta”-, que comenzó a ser transmitida en 1965 por el canal de la competencia, RCTV. Una telenovela que duró, nada menos, que 600 capítulos. De ahí en adelante, y no sin razón, los jocosos caraqueños comenzarían a llamarlas “teleculebras”. Y no sólo por su longitud, por cierto, sino, además, por sus enredos, torciones, intrigas, “colmillos” punzantes y por el respectivo “veneno” administrado. Todo lo absolutamente extraño a un mínimo de buen sentido y, por supuesto, de sentido estético. Desde entonces, la gran industria de la pobreza espiritual fue marchando “a paso de vencedores”.
Con los años, las cosas se fueron empeorando, y el perfeccionamiento de la villanía como modo de ser fue concreciendo. Las “malas” o los “malos” se hicieron de un nombre, hasta transformarse en modelo de vida de todo aquel que aspirara a abrirse paso en la vida, no precisamente por las calles del medio sino por los atajos o los “caminos verdes”. Por fortuna, hubo toda una generación entera de escritores que, más que raiting, dejaron un mensaje de ciudadanía, ubicado muy por encima de los grotescos embrollos y la vulgaridad. Los trabajos dejados por José Ignacio Cabrujas, Salvador Garmendia, César Miguel Rondón, César Bolívar, Pilar Romero, Julio César Mármol, Boris Izaguirre, Carolina Espada, Leonardo Padrón, entre muchos otros, dan cuenta de ese importante esfuerzo por salir de la interminable pesadilla sembrada, que en mucho afectó -y logró colmar de pasiones tristes- la idiosincrasia de los venezolanos.
Un ejercicio interesante consistiría en imaginarse a ciertos dirigentes políticos de hoy en su pubertad, sentados en el sillón frente a la tele, con su gorrita tricolor y sus “chancletas de la victoria”, viendo -¡y aprendiendo!- no del Rey Lear, Macbeth, Hamlet, y nisiquiera de la Doña Bárbara de Gallegos o del Boves el Urogallo de Herrera Luque, sino nada menos que del estribillo de trapisondas de Leonela, Topacio, Cristal o Paraíso. He ahí las “obras completas” de unos cuantos “líderes” del gansterato y de la llamada “oposición”, los mismos que no tienen ni la menor idea de lo que significa ese concepto de origen aristotélico, por cierto. ¿Alguien podría imaginarse a Nicolás Maduro o a Diosdado Cabello leyendo a Shakespeare, a Lope de Vega o a Goethe? ¿Alguien, en su sano juicio, podría representarse al “doctor” Bernal acariciando las páginas del Tratado sobre la tolerancia de François-Marie Arouet, mejor conocido como Voltaire, o el Tratado Teológico-Político de Spinoza?
Pareciera que la actual situación que padece Venezuela es asumida por su dirigencia política en clave de la peor telenovela. Su modelo puede instintivamente saltar desde la buena y humilde campesina -o campesino- venida -o venido- a la ciudad en busca de oportunidades y, por supuesto, del “amor verdadero”, hasta el papel de “la mala” -o el villano-, una “bicha” -o un “bicho”- intrínsecamente malvado. La maldad por naturaleza, generadora de la desgracia de sus potenciales rivales, capaz de hacer “lo que sea” para verlos arrastrados ante sus pies, suplicando piedad, mientras muerde el polvo. De ahí a arrojar a un concejal por la ventana de un décimo piso no hay, en el estricto sentido de la retorsión, mucha distancia. O presidir la resistencia estudiantil para terminar haciendo el papelazo de burócrata del gansterato en las medianías universitarias. Cosas de la concupiscencia telenovelezca, efímeras, propias de toda ficción de poder. Los unos porque son fascistas, pero se niegan a reconocerlo. Los otros porque también lo son, aunque no lo sepan. La conciencia dice lo que no sabe y sabe lo que no dice, observaba Hegel.
Caso de excepcional mención merecen los villanos de la oposición “radical”, los “puristas”, los managers profesionales de tribuna, liberales “desprendidos”, que imaginan formar parte esencial de una gran cruzada cívica y nacionalista, de una epopeya hecha de los retazos que brotan de las medianías espirales de sus teclados, al que conciben como núcleo central de una suerte de teodicea infinita. “Without merci!”. Inteligentes, sin duda. Pero hábilmente falaces. Son los expertos en “revelaciones”, los que sólo logran ver sombras, oscuridad y gatos pardos en la noche, los remedos de los Schelling, los Schopenhauer y los Nietzsche del presente. Los mejores aliados del totalitarismo. Terroristas cómodos y a ratos ingenuos. Villanos snug, maniqueistas de papel maché, que ni por un instante se atreven a decir del régimen gansteril lo que gritan de viva voz contra quienes consideran como sus enemigos, a quienes califican de “oposición blandengue”. Forman, en suma, la villanía de la medianía. Cuando la visión del mundo de un país está mediada por la truculencia de sus peores telenovelas, las cosas sólo pueden llegar a tener un “final” de yeso, pero no de mármol. De ahí la necesidad de recomponer las ideas y los valores. ¡Vaya daño el de los mass media, sus ratings y sus “culebrones”!
@jrherreraucv
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