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De un gobierno perpetuo

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El régimen sube cualesquier impuesto con el inmediato reflejo en la carga parafiscal, por lo que la consabida contribución pa´los refrescos adquiere la jerarquía de una tasa que tampoco se traduce en contraprestación alguna. En propiedad, el alza es el de los alquileres por sobrevivir en un país que supusimos, por siempre, nuestro.

Satanizado el sacrificio frecuentemente útil que derivó de las medidas fondomonetaristas en otras latitudes, acumulamos más de dos décadas de padecimientos por decisiones económicas, monetarias y fiscales que sólo responden, como ahora, a las urgencias de las mafias en el poder. Centrada exclusiva y preferiblemente en las más nimias e inofensivas vicisitudes miraflorinas, nuestra crítica al régimen no pasa por la consideración y reivindicación de los problemas fundamentales, como muy antes se ejercía cuestionando al gobierno de turno por su política sanitaria, petrolera o agraria, tanto o más efectiva que las alusiones palaciegas.

Atrapados por más de una hora en el tráfico automotor aledaño a Plaza Venezuela, gracias a una tarima que el oficialismo movió el día cuatro de sus obsesiones festivas de febrero, reparamos en un par de motocicletas tripuladas, la una, por una pareja despreocupada por la falta de los debidos cascos y, la otra, por un funcionario público e investigador de los accidentes viales. Violentando las leyes y reglamentos de tránsito terrestre, cuyos orígenes son más remotos que nuestros modernos textos constitucionales, los personajes ilustraron muy bien esa enfermedad del sentido común, como la llamó María Sol Pérez Schael: la anomia convertida en el perpetuo gobierno del siglo XXI, dándole sentido a lo que no puede tenerlo, en un proceso de infinita descomposición.

Perdemos cohesión social, resignados a la anomalía de los partidos despolitizados, la carencia de pólizas de vida para bomberos y policías, la desespecialización de las fuentes periodísticas, la iluminación exclusivamente vecinal de calles y oficinas, la dirigencia nada representativa, el olvido del régimen presupuestario y sus principios para abordar las remodelaciones universitarias, la militante indisciplina en el curso de la pandemia, la terrible combinación de una fiesta de tepuy con un niño tiroteado frente a las costas trinotobagueñas. Bien lo intuyó y pronosticó Aníbal Romero, añales atrás, experimentamos una deliberada disolución social que debemos detener y revertir lo más pronto posible.

Rehenes de un fenómeno tan patológicamente arraigado, la anomia constructiva o destructiva, boba o avispada, contradictoriamente jurídica, como la concibe María González Ordovás, fuerza a una extraordinaria cruzada de la sensatez, la cordura y coherencia indispensables para superar el actual desorden establecido. Hay testimonios de una cuestionada élite política y social opositora que igual le dio negarse a las supuestas elecciones del pasado 21 de noviembre, inmediatamente hacer campaña en Barinas, apoyar a un candidato que, luego, respaldó al ocupante de Miraflores; o de la desfachatada diligencia que se hace con el llamado Parlamento de 2020,  cuando ayer fueron muchos los codazos para lucirse en la tribuna de oradores del parlamento de 2015, en airada defensa de la universidad autónoma.

 

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