En los dos últimos siglos celebró la Iglesia Católica dos concilios ecuménicos o universales, por cierto bajo la misma denominación, por el lugar de celebración: el Vaticano I y el Vaticano II. Los marcos histórico-culturales fueron bien diferentes, especialmente por sus escenarios inmediatos europeos en que se celebraron, el primero marcado por una situación inmediata conflictiva y el otro por una progresiva apertura. La Iglesia en el siglo XIX apuntalaba defensas frente a corrientes racionalistas, materialistas, indiferentistas y relativistas; la actitud del Vaticano II en los sesenta, en cambio, fue de disposición al diálogo, a un discernimiento hacia el encuentro y la convivencia pluralista. Dos Papas caracterizaron bien esas dos épocas: Pío IX y Juan XXIII.
Realizados en la continuidad de una misma fe cristiana fundamental, esos concilios trabajaron, sin embargo, con dos concepciones “distintas” de Dios, que pudieran sintetizarse en dos adjetivos bien parecidos pero contrapuestos: solitario y solidario. Me animó a formular así el cambio una reflexión cuaresmal de los obispos de Navarra y País Vasco publicada en 1986 y recogida por Enrique Cambón en su libro La Trinidad, modelo social. Valga esta cita: “Cuando los cristianos confesamos la Trinidad de Dios, queremos afirmar que Dios no es un solitario, cerrado en sí mismo, sino un ser solidario. Dios es comunidad, vida compartida, entrega y donación mutua, comunión gozosa de vida. Dios es a la vez el que ama, el amado y el amor”.
El Concilio Vaticano I comenzó su documento sobre la fe católica con esta afirmación primaria de los catecismos: “Hay un solo Dios verdadero y vivo, creador y señor del cielo y de la tierra, omnipotente, eterno, inmenso, incomprensible, infinito en su entendimiento y voluntad y en toda perfección”. Dios como uno y único, distinto del mundo y fuente de los seres, en lo cual coincidimos los cristianos con los adherentes de otras religiones monoteístas como el judaísmo y el islam. El Vaticano I, por cierto, insistió en la capacidad de la razón para conocer la existencia, perfección y unicidad de la divinidad: “Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana partiendo de las cosas creadas”. Confianza en la razón y la reflexión filosófica, frente a sensismos, agnosticismos y autosuficiencia cientificista. El mismo Concilio entra en el ámbito de la revelación y la fe, que ahonda en el conocimiento religioso y abre un panorama enriquecedor en el relacionamiento con Dios. Dios no es ya simple ser unipersonal, sino Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo), que establece un nuevo y original relacionamiento con los seres humanos, con profundas consecuencias en la praxis y espiritualidad cristianas.
Se puede decir, sin embargo, que esta condición trinitaria de Dios, contenido central de la fe cristiana, no se ha reflejado tradicionalmente de modo adecuado, perceptible en la concepción y práctica de la Iglesia y los cristianos. Y es lo que viene sucediendo actualmente y se ha desencadenado con el Concilio Vaticano II. No es que se comienza a creer en la Trinidad, sino que se comienza a explorar y explotar todas las virtualidades que el misterio trinitario encierra para la comprensión del ser humano y de su hábitat cósmico y su historia, de la Iglesia y su misión en el mundo, del sentido de la totalidad de lo real. Pudiera hablarse aquí de una verdadera “revolución”.