OPINIÓN

De sapos, batracios y zarandajos

por Alfredo Cedeño Alfredo Cedeño

En 1983 yo todavía padecía el sarampión revolucionario, lo digo sin ambages, no hay medias tintas que valgan, ni vergüenza que venga al caso, ya que los errores son los mejores maestros. En aquel año entré a trabajar en la oficina de prensa parlamentaria de una de esas microorganizaciones zurdas, o de izquierda, según le provoque a usted definirla, y que apoyaban la candidatura presidencial de José Vicente Rangel.

Éramos dos personas que asumimos con responsabilidad digna de mejores causas tales labores. Logramos que aquel nido de carcamales apareciera en muchos medios, pese a nuestra incomodidad con las formas y maneras en las que querían manejarse en lo informativo. Lo que nos pagaban lo gastábamos en los bares de alrededor a la sede administrativa del Congreso Nacional, donde nos reíamos hasta llorar de los desbarres de los egregios dirigentes de esa cofradía nazarena.

Allí tenía su oficina uno de los máximos cabecillas de esa organización, quien era diputado. Para él trabajaba como secretaria una dama ya no tan joven, que se ocupaba de pasar en limpio sus artículos y enviarlos a numerosos medios impresos, así como a mantener en orden el archivo hemerográfico de tales publicaciones. Ella, de verbo ágil y actitudes rígidas, era una especie de comisario político que manejaba con mano de hierro y lengua de fuego cualquier “desviación” de los escasos militantes que todavía conservaban.

Con esta persona comenzó mi deslinde de la izquierda. Ella, de estrechos vínculos con la Revolución cubana, se jactaba de sus numerosos viajes a esa isla y se hacía lenguas de las maravillas, logros y virtudes de aquel proceso heroico. El gatillo que activó mi repulsa fue cuando con ojos febriles, voz fervorosa y gestos rotundos soltó, palabras más o palabras menos, algo así como: “Los cubanos son tan arrechos defendiendo su revolución que no creen en nada, ni nadie más. Si su mamá, o su papá o su hermano, o su hijo, o su esposo, o su vecino, o su quien sea, pretende traicionar al proceso de inmediato lo notifican al partido para que tomen medidas”. Y eso lo dijo con gesto triunfal, con pose de Juana de Arco tropical y subdesarrollada.

Yo nací y crecí en una familia de lealtad absoluta, en la que los errores más grandes se perdonaban. No había cupo en mi casa para ninguna deslealtad. Recuerdo de niño, en plena efervescencia de la lucha armada, que mi padre prohibió que entrara a nuestra casa alguno de los trabajadores del servicio de malariología del Ministerio de Sanidad. Eran tiempos en que todavía el paludismo estaba presente en nuestros cuadros endémicos, y la fumigación constante ayudaba a la contención del mentado mal.  El gobierno de aquellos años sesenta se había dedicado a pervertir la gesta apostólica del doctor Gabaldón, e infiltraron funcionarios de la policía política entre esos trabajadores. Papá decía categórico: “Yo no tengo nada que ocultar, pero la casa de los nietos de Isabel Romero fue allanada y los agarraron, ¡qué casualidad!, después que entraron los sapos del DDT. ¡Aquí no entran! Que echen su vaina en el tanque del agua, y en las matas que están por fuera, pero de la puerta de la sala no pasan”.

En la escuela, en los liceos, en la universidad, en todos lados, lo peor que podía ocurrir es que detectaran a un delator. Sapo, acuseta, chivato, soplón, judas, traidor, son algunos de los epítetos que me vienen a la memoria y que caían lapidarios sobre la humanidad de cualquiera sorprendido en tales menesteres. No exagero cuando digo que ese es un valor inherente a los venezolanos. Y en su labor de acabar con todo lo que puedan los rojitos, antes chavistas y ahora maduristas, pretenden minar la fidelidad criolla. Se dedican a ensalzar a los delatores de todos aquellos que se oponen a su mojiganga enfermiza.

¿Cómo creen Nicolast, Cilia Adela, Tarek Saab, Diosdado, Jorge Jesús, Delcy Eloína, Vladimir, y demás ditiramberos, que pueden convertir en un gran charco nuestra tierra? Decía mi abuela: Todo ladrón juzga por su condición. Estos batracios están convencidos de que somos de su misma naturaleza, mientras llevan a cabo su chirigota de obligarnos a delatar a Edmundo y todo el mundo.

Por supuesto que siempre hay excepciones, hay aquellos que con machacona imbecilidad manifiestan su apoyo a tales anuros. No dejen de tener presente aquel viejo refrán: Verdugo no pide clemencia.

© Alfredo Cedeño

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