La proliferación de protestas de escala mayor en el mundo ha tomado particular intensidad en nuestro lado del hemisferio americano. Sus expresiones regionales de mayor y diverso calado han venido ocurriendo en países como Nicaragua, Haití, Argentina, Perú, Honduras, Ecuador, Chile, ahora en Bolivia y no debe olvidarse que desde hace años en Venezuela. Lo que sugiere esta lista es variedad, no uniformidad, aunque convenga ciertamente reconocer como punto de partida que no son estos buenos tiempos para la democracia.
Quizás unas preguntas muy básicas -¿por qué?, ¿para qué?, ¿cómo?- puedan ayudar a calibrar el momento para desmontar las estratagemas discursivas -y algo más- de quienes definen la secuencia desde las referencias del venido a menos Foro de Sao Paulo o del Grupo de Puebla, tan poco dispuestos a examinar los graves errores de quienes se dicen progresistas. Lo hacen como si la década de bonanza no hubiese sido tan pésimamente administrada por la vasta mayoría de los gobiernos de la llamada “marea rosa”, ese promedio mediocre de afinidades que se revelaron cada vez más pragmáticas, contaminadas por los afanes del poder absoluto e incapaces de construir crecimiento ni programas sociales sostenibles.
El porqué, el disparador expreso de las protestas, ha sido tan específico como el aumento del pasaje del metro o el de los precios de los combustibles, como en Chile y Ecuador, o algo más general, como las exigencias de asistencia ante la acelerada caída económica argentina. Puede ser de más amplio espectro, como en el caso de Honduras ante la confirmación judicial de la penetración de fondos del narcotráfico en el círculo familiar cercano al presidente. Mucho más amplia en sus alcances como reducida es la atención que concita, es la más reciente ola de protestas que desde mediados de septiembre se desarrolla en Haití, reactivadas esta vez por el desabastecimiento de combustible en medio de la profundización de la pobreza y la inseguridad, y las denuncias de corrupción con fondos de Petrocaribe no procesadas judicialmente. Cómo no incluir a Venezuela, donde los reclamos de seguridad, justicia, ingreso de asistencia humanitaria y elecciones libres expresan el calado de una crisis aguda, que desborda sus fronteras, por omisión y por acción gubernamental, valga dejar anotado.
En todos los casos mencionados hay un trasfondo económico: en los dos primeros se trata de pérdida de crecimiento; en los otros, de continuado decrecimiento, todo junto y agravado en los abismos haitiano y venezolano, cada uno en su propia circunstancia e historia. No cabe negar que el impacto de la reducción del crecimiento o de la agudización del decrecimiento se ha hecho sentir en medida diversa pero siempre empobrecedora. Pero no son solo económicas las razones de las protestas que hemos estado viviendo por estos lados.
Conviene en primer término volver a recordar las que en reclamo de democracia se vienen produciendo en Venezuela, especialmente desde 2014, con notable coherencia democrática en los modos de exigirlo y proponerlo, dentro y fuera del país. Luego se encuentran las de Nicaragua desde el año pasado -también con intentos de diálogo que el gobierno traiciona-, y las que en estos días se inician en Bolivia: todas frente a ejercicios presidenciales cada vez más autoritarios, deslegitimados y demostradamente dispuestos a eternizarse en el poder fraudulentamente, como ahora también confirma sin disimulo Evo Morales.
Por su parte, desde hace tiempo ya, Haití se ha convertido en ilustración crónica de pérdida de Estado, no solo de gobernabilidad, que imposibilita escuchar, evaluar y responder debidamente a las razones legítimas de la protesta y actuar institucionalmente ante su desbordamiento en violencia.
En otro sentido, conviene anotar la movilización peruana contra el Congreso por la politización de designaciones judiciales clave para la lucha contra la corrupción, respondida con la canalización constitucional de las respuestas, desde los poderes Ejecutivo y Judicial. También han sido institucionales las respuestas de los gobiernos de Ecuador y Chile, con desiguales resultados en lo inmediato. Es entonces momento de preguntar por el para qué y el cómo de las protestas.
Las exigencias de renuncia presidencial y el escalamiento de violencia destructiva rayana en lo delincuencial, como lo visto en Ecuador y Chile, restan legitimidad a los reclamos al menos por dos razones: porque se producen en regímenes que, no obstante sus fallas, son democráticos por su limpio origen electoral y por su ejercicio y sustentación institucional esencialmente democráticos, y porque hay un pacto constitucional y democrático que define derechos y deberes, como parámetros de lealtad y convivencia ciudadana. Ambos gobiernos, si bien criticables por el modo inicial de asumir decisiones de alto impacto social, han cumplido con la obligación de escuchar los reclamos y han estado dispuestos a poner en marcha correctivos a las demandas ciudadanas justificadas; ambos han dado también sanas señales de condena a lo no ciudadano, lo que destruye material, humana e institucionalmente la vida democrática. A los dos, y a otros gobiernos, como al argentino en estos días, les corresponde también investigar e informar debidamente para proteger la democracia, sobre cuánto de nacional y cuánto de intereses e injerencia internacional hay en el escalamiento de la violencia.
En suma, la secuencia de protestas recientes contiene razones y sinrazones, en sus propósitos y en sus medios. Atender debidamente a las primeras y procesar las segundas requiere de cuidadosa, pronta y coherente respuesta, nacional y regionalmente. Tanto más cuando sin disimulo -también como alarde de influencia- no faltan quienes alienten la desestabilización regional en nombre de causas progresistas, constituyentes, populares y participativas que ya sabemos a qué conducen.