Generalmente, cuando abordo la lectura de un cuento o novela, trato, en lo posible, de no dejarme sugestionar mucho por los posibles brillos encandilantes del éxito del autor del texto de marras. Mi proceso de lectura comienza más o menos así: comienzo a leer los primeros párrafos lo más desprejuiciadamente tanto como me sea posible dejándome llevar por los comienzos del bordado sintáctico que va a tejer la estructura anecdótica del discurso narrativo en cuestión. Me interesa mucho, en grado superlativo, ponderar el cómo se despliega la narración la discursividad dialógico comunicativa del relato o si fuere el caso el monólogo del actante o los actantes que fungen como personajes principales o secundarios o complementarios que intervienen en el organigrama del discurso mayestático del cuento o novela. Un elemento sustantivo que me atrae sobremanera en la narración que en determinado momento ocupa mi atención es el de lo que en palabras del escritor venezolano José Balza se entiende como «la multiplicidad psíquica del personaje», un eco lejano y a la vez cercano del timbre elocutivo proustiano. No es mentira que todo narrador comporta de suyo una miríada de voces que esparcen a lo largo del relato a modo de coloquios, circunloquios, soliloquios que se cruzan y entrecruzan a modo de vaniloquios que desnudan la esencia del escritor en sus propósitos de ser uno y múltiple de modo análogo y simultáneo.
Igualmente, tengo una especial disposición a valorar la hondura y profundidad de la voz actancial que exterioriza en toda su espléndida subjetividad ficcional literaria. La imagen y el poder descriptivo de la misma, los tropos en su aura descriptiva son para mí factor de primer orden en mi empresa lectora. El vocabulario, el tesaurus lexical, los lexemas y sememas, las cadenas de morfemas y la organización morfosintáctica juegan para mí un papel de primer orden en la experiencia narrativa. Cuando leo no puedo dejar de justipreciar cada elemento antes mencionado en el texto narrativo que ocupa mi atención lectora. Estimo que lo que se puede decir en el discurso narrativo es menester decirlo de la mejor manera posible en el sentido de asignarle a cada unidad mínima del lenguaje narrativo una especial galanura y singular prestancia verbal. Soy de los lectores que tienen como premisa insoslayable: Dime cómo te expresas y te diré en cuán nivel del anaquel taxonómico lingüístico se ubica la calidad de universo narratológico. Soy partidario de subscribir el precepto antiguo de: «dime cómo hablas y te diré de qué presumes o careces». Ciertamente, es bíblico, «en el principio era el verbo y el verbo se hizo carne»… y la carne se hizo historia, esto es narración que a no dudarlo es esencialmente historia que a su vez merece ser contada literariamente se entiende.
Pertenezco a la familia de lectores que buscan entre las páginas de las historias que lee la imagen descrita con proteica tersura lingüística. Tiendo a rendirme a los pies del narrador que cuenta la historia con una arrebatada conciencia de una radical lingüisticidad plástica rayana en el poder cinematográfico; dicho de otro modo, si el narrador no es capaz de describir lo imposible de ser descrito para solaz intelección del lector, entonces aún no está en condiciones de ser considerado como escritor de primera línea, llámese cuentista o novelista, igual da para los efectos de lo que estimamos como una hipotética ars narrativa.
Otra cosa, no menos esencial, el poder seductor del discurso narrativo tiene necesariamente que ser capaz de «atrapar» y «enganchar» la voluntad y el ánimus del lector de principio a fin de la experiencia lectora. Me suele suceder, no con la frecuencia que ciertamente quisiera: cuando una historia me atrapa por las múltiples razones que fueren, dejo todo lo que tenga pendiente hacer en mi vida cotidiana y me consagro en cuerpo, alma vida y corazón a su hechizante lectura y no abandono la lectura hasta terminar la última página. Eso es lo que lo llamo el poder embrujador del escritor.