OPINIÓN

De Manuel Caballero a un joven desilusionado (1997)

por Jorge Ramos Guerra Jorge Ramos Guerra

Para nadie es un secreto que en la década de los años ochenta del siglo XX se había advertido el agotamiento del conocido Pacto de Puntofijo. A muchos de ellos se les llamó «profetas del desastre». La corrupción había minado a los partidos sobrevivientes de aquel acuerdo para la gobernabilidad, a partir de la caída de la tiranía de Pérez Jiménez, mientras la sociedad se fue acostumbrando a un tutelaje subsidiado.

La «educación es un fracaso» en palabras de Rómulo Betancourt, que en 1981 llegó a proponer «un gobierno de concentración nacional». La desilusión era percibida para las nuevas generaciones, que presenciarían el colapso por irresponsabilidades de una dirigencia que se creyó tener un cheque en blanco, suscrito por el pueblo, mientras otros se obnubilaron con el discurso del resentimiento «vengativo», según Carlos Andrés Pérez.

Y de aquella democracia imperfecta pasamos a un régimen más comprometido con intereses delictivos que constructivos, que nos ha devuelto al siglo de la “guerra federal, el autocratismo guzmancista y su secuela de tiranías, de la mano de los “demonios del militarismo” que identificara el historiador presidente Ramón J Velásquez.

Y todo esto recordado por otro historiador, Manuel Caballero, en una serie de artículos con un subjetivo título «Carta a un joven desilusionado de la democracia», que le permite distinguir entre gobiernos buenos y malos, democracia y tiranías, sin negar ni disimular las dificultades presentes, ni el aborrecimiento que merece una realidad como esta. “La subida brusca y veloz de los precios, y la lentísima progresión del salario… hay cosas que han desaparecido de tu mesa diaria: hay menos carne, y cada día más pasta, más maíz, arroz o las insípidas sardinas… que no puede darte el lujo de enfermar… porque tus padres no tienen dinero para pagar las carísimas clínicas privadas y si caes en un hospital público, a lo mejor no encuentras ni siquiera el medico”. “Es entonces –continúa Caballero- frecuente y explicable el proceso por medio del cual pasas de rechazar un gobierno democrático a detestar los gobiernos democráticos y de allí al aborrecimiento de la democracia” para concluir: “lo que hace la diferencia entre un gobierno perfecto y uno imperfecto, entre la democracia y la dictadura, es la crítica… la validez y la democracia no proviene de un gobierno bueno sino de un pueblo, de una sociedad sin miedo”.

36 años después, la democracia ha sido sustituida por una autocracia militar-cívica, con la explicable paradoja, que este último sistema de gobierno lo practican las organizaciones políticas que se declaran demócratas, pero nunca adentro, generando desconfianza en los mismos contestes de entendimientos indignos  rechazados con la figura de la “abstención” que pone en bandeja de plata el triunfo de los enemigos de la democracia.

“Allí está el detalle”, dijo el célebre actor mexicano Cantinflas. ¿Qué hacer, desilusionado, desconfiado, abstencionista, ¡arrecho!? A nuestro modo de ver, exigir una candidatura única, como real posibilidad de salir de la terapia intensiva donde nos mantiene una dirigencia política y en el marco de un “gobierno de concentración nacional”, como lo propusiera Rómulo Betancourt.

“Nuestra generación tiene una deuda que saldar con el futuro”, dijo don Mario Briceño Iragorry en El caballo de Ledesma (1948): “Un pueblo intoxicado por el disimulo y la negación. Porque nos falta fe, alegría, esperanza, desinterés, espíritu de verdad y de sacrificio social. Todas virtudes. Cualidades que no se adquieran por medio de cálculos aritméticos. Tenemos oro, más carecemos de virtudes públicas. Con dinero los hombres podrán hacer un camino, pero no una aurora”.

¡Reflexionemos!

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