De que este mundo está raro, está raro. La sexualidad y el amor han cambiado mucho en los últimos tiempos. Ante el creciente descontrol de la sexualidad, que conduce a un incremento de los delitos sexuales, casi de manera directamente proporcional a los cada vez más numerosos intentos legales de evitarlos y prevenirlos, algunos países, como la avanzada Suecia, por ejemplo, promueve la firma de un contrato para el consentimiento de las relaciones íntimas. Antes, la sexualidad tenía como precepto, el de consumarse siempre dentro del matrimonio (como debe ser).
Aunque casi nunca se cumplió este principio rigurosamente, un caballero digno de tal consideración, que pedía un adelanto (como diría el finado Oscar Yanes), se sentía obligado moralmente a contraer matrimonio.
Caso contrario, aquello se consideraba un engaño y se decía de algunas mujeres: «pobrecita, fulano la engañó» y eso le arruinaba la vida a ella y lo convertía a él en un patán. Se entendía que la mujer debía llegar al matrimonio en estado de completa pureza, de allí la blancura de su vestido. De más está explicar el porqué del vestuario rigurosamente negro del novio.
Con la liberación sexual y la consigna de: «¡Hagamos el amor y no la guerra!», la práctica del sexo se convirtió en emblema de libertad. En aquellos tiempos, Trino Mora cantaba «Libera tu mente» y la gente de bien se escandalizaba. Se hacía el amor dentro del matrimonio, fuera de él e incluso al lado.
No había rollo, por decirlo con una palabra de ese tiempo. La gente, en general, sabía distinguir con claridad cuando había química propicia y cuando no.
Según cuentan los mayores, las cosas iban surgiendo por su propia naturaleza, por una suerte de comprensión del entorno circuncidante y no como consecuencia de una explícita pregunta, que se habría considerado más bien inoportuna y hasta desalentadora y, por supuesto, sin normas porque todo era, más bien, una reacción en contra de las normas.
Pero a pesar de la liberación, los límites parecían estar más claros y la gente simplemente se dejaba llevar cuando la rueda del amor comenzaba a girar.
Con esta etapa del llamado «progresismo», los preceptos vuelven, no ya uncidos a la coyunda de la religión o de la moral, ambas demodé en los tiempos que discurren, sino bajo la forma de regulaciones y estrictas normas.
Las leyes llamadas «del sí es sí», del «no es no» y las del «tal vez y más o menos siempre es no», regulan con rigor la manera como debe manifestarse eso que antes se denominaba intimidad.
Como se dijo, en Suecia ya funcionan los contratos sexuales entre las partes para ratificar que las relaciones se producen bajo estricto apego al consentimiento.
Se sabe desde los tiempos de Ulpiano que un contrato es: «un acuerdo jurídico entre dos o más partes que genera derechos y obligaciones». Esto de dos o más partes ya complica las cosas en términos de sexualidad, pero pasemos por alto esta nimiedad.
Muy machistamente, por cierto, en el caso de los contratos sexuales se habla de: «el proponente» y «el consentidor», cuando tendría que ser algo más neutral (como le proponente y le consentidere), porque no siempre él propone.
Dicho contrato, además del acuerdo de aceptación, debe incluir detalles como número de encuentros pactados, las actividades que están permitidas y las que no lo están, los estilos y posiciones, así como la abierta posibilidad de que, en cualquier momento del desarrollo del contrato, éste pueda ser disuelto, con aviso sin protesto.
Se habla, incluso, de la necesidad de recurrir a testigos (¡a testigos!, justo lo que antes se quería evitar a toda costa) cuando el contrato se hace de forma oral (con perdón). Curioso giro copernicano el de esta historia, cambiar todo radicalmente, pero para volver a lo mismo: este contrato existió siempre, solía llamarse matrimonio.
Así pues, supone uno que los contratos que ya se implementan, por el nivel de detalle que tienen que incluir, deben ser una especie de mini relatos porno. Por otra parte, surgen inquietudes: ¿qué pasa si entre tanto leguleyevoyerismo previo, el proponente no logra encumbrar la propuesta?, ¿cabe demanda por incumplimiento de contrato?, ¿cómo se fuerza en estos casos lo que los juristas denominan el perfeccionamiento del contrato, frente a la evidente imperfección?
Otra cosa: como el consentimiento puede ser revocado en cualquier momento, ¿es menester ratificarlo antes, durante, en el medio y ya casi al final del proceso?, ¿Cómo distinguir un «¡sí, sí, sííí… no, no, nooo!» de pasión, de uno de consentimiento o revocatoria? En fin, no son pocas las dificultades.
Mientras todas estas regulaciones se implementan, la pornografía florece sin control, al alcance de grandes y chicos; hay televisoras que difunden realitys, con altísimo nivel de sintonía, en los cuales se promueve abiertamente la infidelidad y nadie regula a los raperos que, convertidos en nuevos becerros de oro, son emulados por los niños, cantando cosas como:
La voy acelera’
Lo’ panti a baja’
Lo siento soy plebe, bebé
Ni Dio’ me puede salva’
La voy acelera’
Le quiero toca’
A ella y la amiga la quiero
Y no voy pa’ atra’
Con lo hermosamente sencillo que sería todo si el amor rigiese nuestras vidas.
Originalmente publicado en el diario TalCual