Acercándose la caravana de adultos y niños venezolanos a la frontera, los soldados peruanos osaron disparar al aire para frenarla. Los videos portátiles revelan tan particular medio de disuasión, en latitudes antes impensables para los desplazados con aspiraciones a refugiarse que, algunos aseguran, ya pasó de 7 millones de coterráneos.
Alzadas las bandas criminales en las pactadas “zonas de paz” que el discurso oficial celebra, las balas perdidas trascienden el ámbito del conflicto con la particularísima guerra civil que confrontan. Abusando de los términos, para desgracia de la población precisamente civil e inocente que los escuda, retan la nomenclatura convencional en la Cota 905 al oeste, o en Petare al este de la ciudad capital, con réplicas menos espectaculares en todos los rincones del país.
Entristecemos profundamente ante la amarga experiencia e incontables vicisitudes de quienes, desesperados, huyen o resisten en casa la dislocación de un Estado que ha de protegerlos; y, lo peor, es que la narrativa del poder establecido los estereotipa y ridiculiza, como si fuesen culpables de procurar la propia supervivencia. Esta es un derecho elemental, increíblemente negado a las víctimas masivas de un régimen que no duda en apelar a las más bastardas operaciones o campañas psicológicas solo para prolongarse a cualquier precio.
Sobrevivir y, mejor aún, más allá de las fronteras que economice fuerzas para la represión, es el mandato inalterable que excreta el socialismo de un siglo confiscado, por lo que intenta podar todo valor y sentimiento de solidaridad, con escaso éxito, jurando monopolizarla, disminuida, invertebrada, etérea. Publicitándose, dona importantes cantidades de alimentos y medicamentos a otros países, faltando en el nuestro, instrumentalizando toda solidaridad.
El sentimiento y valor en cuestión, real y espontáneo, no deja de manifestarse en la Venezuela que se resiste a toda disolución, expresando –esta vez– los buenos deseos de Año Nuevo: antaño, fórmula tradicional para el país de una marcada normalidad que la reclamaba; hogaño, actuación militante a favor del desvalido sabiéndonos todos afectados por las mismas condiciones. Y una antigua ilustración de Zapata (El Nacional, Caracas, 1965) nos permite reflexionar sobre momentos históricos tan disímiles para abrir el almanaque, ausente –por ejemplo– el de Rojas & Hermanos de la ya olvidada tradición más que centenaria. Por cierto, en los inicios de su diaria contribución al periódico que lo consagró, Pedro León era más figurativo y, perspectivista, obviamente lineal, familiarizándonos con los trazos y las leyendas que hicieron famoso a Leo y “Fantoches”, décadas atrás.
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