Uvalde, localidad texana poblada por unas 15.000 almas, fue objeto de lamento pontificio y aflicción presidencial. En el Vaticano, Jorge Bergoglio aseveró sentirse desolado; en Washington, Joe Biden pidió «actuar contra los lobbies» y dijo estar harto de los vendedores de armas, y «cansado de que hermosos, inocentes estudiantes de segundo, tercer y cuarto grado vean morir a sus amigos como si estuviesen en un campo de batalla». La consternación del Papa y el hastío del mandatario norteamericano respondían al asesinato de al menos 19 niños y 2 maestras, cometido por un adolescente de 18 años, Salvador Ramos, en la Robb Elementary School, después de disparar contra su abuela, quien, cuando se registraba el aciago suceso, permanecía en terapia intensiva. Fue este otro episodio de la dramática serie de crímenes de odio, facilitado por la segunda enmienda de la Constitución de los Estados Unidos de América; un episodio demasiado cruento como para ignorarlo y lo privilegié, relegando al plano de los etcéteras el conflicto ruso-ucranio, la viruela del mono y el polvo sahariano. No así la pataleta de Maduro, muy al estilo del Pato Donald, ante su previsible preterición de la Cumbre de las Américas a realizarse en Los Ángeles, entre el 6 y el 10 de junio. En evento televisado, dirigido principalmente a una cautiva audiencia patrio dependiente, el zarcillo acusó al gobierno norteamericano de discriminar a pueblos enteros del cimero cónclave regional: «Se nos pretende excluir porque le tienen miedo a nuestra voz antiimperialista, le tienen miedo a la voz de los bolivarianos, no quieren que llegue la voz de Bolívar y de Chávez a aquella reunión (sic)». Estados Unidos es una gran nación y hay en ella de todo, como botica y en la viña del Señor, pero no creo factible encontrar entre sus trescientos y tantos millones de habitantes a un médium capaz de convocar la presencia de los ectoplasmas de Simón Antonio y Hugo Rafael, ventrílocuos del más allá, cuyas voces, mencionando sogas en casa del ahorcado, ansía amplificar el muñeco bigotón en el foro californiano.
No me proponía abordar aquí ni esos ni otros eventos de análogo interés y envergadura porque, cuando se publiquen estas líneas, se estará celebrando en Colombia la primera vuelta de las elecciones presidenciales. El cotejo, a no dudarlo, concitará la atención del lector y me gustaría adelantarle algún vaticinio; empero, como no manejo artes adivinatorias y con wishful thinking no se va pa’l baile, me atengo a las encuestas. Según ellas, «el próximo mandatario no se elegirá hoy», y el orden de llegada de los candidatos más votados sería: Gustavo Petro, en primer lugar, seguido de Federico Gutiérrez a considerable distancia, y Rodolfo Hernández en el tercer puesto. A partir de la Constitución de 1991, solo en dos oportunidades un gobernante ha sido electo en primera vuelta: Álvaro Uribe Vélez (2002 y 2006). Esperaremos, entonces, hasta el segundo round (19 de junio), apostándole a Fico Gutiérrez, aunque nos disguste la derecha porque una eventual victoria de la izquierda vecina insuflaría nuevos y maliciosos alientos a los pulmones nicochavistas.
Con la petro amenaza en mente, proyectaba cumplir mi compromiso dominical a partir de un párrafo sustraído a la introducción de El pueblo soy yo, enjundiosa colección de ensayos de Enrique Krauze (Debate, 2018): «Un líder carismático con “atractivo psico-cultural” llega al poder por la vía de los votos y con la fuerza de los antiguos demagogos promete instaurar el reino tomista del bien común, ya sea la Arcadia del pasado o la inminente utopía. Pero como la realidad se resiste al orden cristiano, y como el líder alberga ambiciones de perpetuidad, y como la democracia y las libertades son para él —maquiavélico al fin— medios para alcanzar el poder absoluto, procederá a minar, lenta o apresuradamente, las libertades, leyes, instituciones de la democracia, hasta asfixiarla». Esas palabras no anticipaban al triunfalista pretendiente de la zurda neogranadina y fueron escritas pensando acaso en el galáctico comandante eternizado por un fanático e irracional culto post mortem a su personalidad; no obstante, hubiese sido más acertado tildarle de pícaro, bribón, marrullero o, sobrestimando su zorrería, de mefistofélico, mas no existe, creo, sinonimia entre estos adjetivos y el relativo al autor de El príncipe, Niccolò di Bernardo dei Machiavelli, a quienes estudiosos de mucho saber y entender estiman padre de la politología moderna.
The woman in the house across the Street from the girl in the window es una serie de Netflix con mucho de thriller psicológico y una pizca de sátira. En ella, la protagonista, aparentemente loca —¡tostada como culo de olla!, habría sido el diagnóstico del dicharachero y mondonguero Negro Rodríguez—, pero suficientemente lúcida a juzgar por esta reflexión, a primera vista un galimatías: «Para llegar al fondo de algo, a veces debes recordarte que, si no arriesgas nada, lo arriesgas todo, y el mayor riesgo que puedes tomar es no arriesgar nada. Y si no arriesgas nada estás arriesgando no llegar al fondo de algo. Y si no llegas al fondo de algo, arriesgas todo». Viene a cuento, porque cansado de andar y desandar el trillado sendero de la crítica infructuosa, me pregunto si vale la pena seguir navegando a contracorriente de la resignación, si no capitulación, ante el omnímodo, ominoso, poco cívico y muy castrense control social del régimen imperante en el infortunado y devastado fundo bolivariano. «¿Cómo movilizar a la población para defender a la democracia cuando la pandemia estaba causando la muerte de millones de personas en todo el mundo? Según la Organización Mundial de la Salud, tan solo entre 2020 y 2021 murieron 15 millones de personas a causa del covid-19 y sus variantes» (Moisés Naím, Democracia en peligro de extinción).
Sí, la pandemia nos condenó a la inacción y el dictamaduro a la inanición, y la fatiga nos fustiga en consonante rima. Se extiende en demasía la menesterosidad impuesta por quienes sepultaron la República civil, depositando ingenuamente su confianza en la mera (in)disciplina de un paracaidista ebrio de patria tonta, responsable directo de los disparates y desatinos de Nicolás Maduro. Y fustigados y fatigados ya vamos a cumplir un cuarto de siglo con el rojo bacalao al hombro, cual el hombre de la repulsiva Emulsión de Scott, y nos encontramos en tránsito del socialismo de oídas al capitalismo salvaje a gritos, forzado por la pelazón y la inviabilidad económica del modo de dominación made in Cuba. «Una nueva realidad neoliberal surge en medio del chavismo por el uso del dólar, la relajación de los controles del Estado y el acercamiento de Estados Unidos», se pudo leer en El País a principios de semana.
Acaso carezca de sentido insistir en esta prédica dominical; desistir de ella; sin embargo, no es una opción. Me mantendré en mis trece, a fin de no perder la costumbre, mientras pueda pergeñar ideas inteligibles y con carácter de medicina preventiva de la demencia senil tipo Alzheimer, tal el elixir escocés. Y, a propósito, de la pérdida de memoria, casi me olvido: hoy, último domingo de mayo, es el Día del Árbol. No sé si todavía desafinadas voces infantiles corean en las escuelas «Al árbol debemos solícito amor, / jamás olvidemos que es obra de Dios». En Venezuela, la vegetal efeméride fue ocurrencia de Cipriano Castro, quien la instauró por decreto el 10 de abril de 1905, y pautó el 23 de mayo como fecha celebratoria. Esta se ha movido a capricho de gobernantes o de ministros de educación y de agricultura, pero siempre en el mes del araguaney, de la orquídea y del tucán, árbol, flor y pájaro nacionales. El día convoca a tomar conciencia y partido ante la alarmante deforestación derivada de la minería ilegal consentida a elenos y faracos, y la explotación del Arco Minero del Orinoco concesionada a rusos, chinos e iraníes. Y el tiempo pasó volando y se agotó el espacio. Ya veremos cuáles serán las consecuencias del veto madurista a Noruega, un descarado golpe bajo al reinicio de las negociaciones en México —Jalisco nunca pierde y, si pierde, AMLO arrebata. Aquí los dejo. Adiós y hasta el venidero domingo.