“Aprendí que la valentía no es la ausencia de miedo, sino el triunfo sobre el miedo. El hombre valiente no es el que no siente miedo, sino aquel que conquista ese miedo”. (Nelson Mandela).
Cuando Nelson Mandela llegó al poder, en 1994, yo tenía 24 años. Recuerdo, no obstante, aquellos acontecimientos, que seguí con una atención impropia para alguien de mi edad y generación. Cuando yo pisé este planeta por primera vez, el 5 de agosto de 1970, Nelson Mandela llevaba exactamente 8 años privado de libertad. Y digo exactamente porque Nelson Mandela fue detenido, junto con Cecil Williams, precisamente el 5 de agosto de 1962.
Cuando Nelson Mandela abandonó la prisión, el 11 de febrero de 1990, tras casi veintiocho años de privación de libertad, yo ya era un hombre adulto. Durante todo ese tiempo de mi vida, y ocho años anteriores, este abogado, político, activista, escritor y pensador, vivió entre tres paredes y una reja, en nueve metros cuadrados, solo por haber soñado una vida mejor para los suyos y haber reivindicado la desaparición del apartheid para los ciudadanos de raza negra en Suráfrica.
Durante este período, John Fitzgerald Kennedy y Martin Luther King habían perdido la vida, asesinados, en 1963 y 1968, precisamente por esa misma defensa de los derechos civiles en Estados Unidos.
Muchas han sido las causas, y muchas las consecuencias, por las que hombres y mujeres relevantes se han dejado la libertad o la vida, si bien es cierto que con distinto resultado. Nunca es fácil adoptar una posición valiente, más sabiendo que, en cualquier caso, hay pocas posibilidades de que uno mismo disfrute de los cambios que está reivindicando. Por tanto, a la virtud de estas gentes, a su valentía, habría que añadir sin duda alguna su generosidad.
No debemos, no obstante, dejarnos engañar por la grandilocuencia. La valentía, en el mejor de los casos, o la cobardía en el peor, nos sale al paso en los momentos más inesperados de nuestra vida, y es el resultado de esa elección, de cómo afrontemos esa dicotomía, el que marcará, en muchas ocasiones nuestras consecuencias y, por tanto, nuestro destino. No es necesario salvar el mundo, lo cual, además, suele estar fuera de nuestro alcance. Basta, en muchas ocasiones, con salvar a aquellos que tenemos más cercanos y que evidencian la necesidad de ser salvados. Incluso, yendo aún más lejos, basta con salvarse a uno mismo, aunque esa salvación implique decisiones dolorosas y difíciles, que no tomamos o posponemos sin fin, precisamente por el miedo a dar ciertos pasos.
Así pues, si algo podemos deducir de todo esto, es que el miedo es una rémora que no nos permite avanzar, en el mejor de los casos y en otros, nos hace retroceder. De cualquier modo, este miedo al cambio, este adormecimiento, este acomodamiento tan propio de los países occidentales y sus habitantes, instalados en el confort del conformismo y deseosos de no perder sus privilegios que, por qué no decirlo, son muy superiores a los de otras culturas y demarcaciones, nos vuelve espectadores de la injusticia y la tragedia en el mejor de los casos. Nos estamos acostumbrando al dolor ajeno, a ver desde el escaparate, como si viéramos Netflix, tranquilos al otro lado de la pantalla, en nuestro sillón, con nuestra mantita y nuestras zapatillas de cuadros, para luego, y si es procedente, poder indignarnos de maravilla con cómo está el mundo y aportar nuestras opiniones de barra de bar, estemos o no informados de lo que estamos hablando.
Y esto no es tan grave, en general, desde el punto de vista de espectadores de telediario. Todos llevamos un entrenador dentro, pero no somos responsables de los designios del Real Madrid. Lo grave es que las personas que deberían tener voz y voto en todo esto, y aquí incluyo a muchos tertulianos de croqueta, en la mayoría de los casos no saben de lo que están hablando y se permiten opinar a diestro y siniestro, ya hablemos del conflicto palestino o de la boda de Tamara. Son expertos, “expertérrimos”, si me permiten la patada al diccionario, en todo tipo de cosas. Y son capaces de lanzar diatribas por más que estén causando más daño que beneficio. Eso sí, con ciertos temas no se meten, que cuando entran en juego los burkas y la Sharia nos callamos como meretrices, o sea, como putas. No vaya a ser que…
Aunque lo peor de todo es ver cómo los amos de la doctrina, aquellos que han beneficiado a las mujeres jodiéndolas para vino, aquellos que deciden quién es qué en este país de locos, son muy beligerantes cuando se trata de defender ciertas causas en pro de la progresía, pero estas mismas causas, si suceden en otro punto geográfico, por más que su posición de gobierno les obligue a ello, les importan una breva. Aunque les vaya en el sueldo.
Nadie, absolutamente nadie, puede exigirnos ser héroes, aunque llevemos una cartera ministerial o presidencial. Aunque el Falcon vaya en el paquete, pero no vendría mal un héroe de vez en cuando, para demostrarnos que a alguien le importa algo, más allá de la punta de su nariz. Para volver a hacer bueno que el mundo es de los valientes, aunque se lo hayamos vendido a los cobardes.
“Que no se ocupe de ti el desamparo, que cada cena sea tu última cena. Que ser valiente son salga tan caro, que ser cobarde no valga la pena”. (“Noches de boda”. Joaquín Sabina).
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