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¿De las civilizaciones del fin del mundo? (parte primera)

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“No se puede designar ningún espacio de tiempo, ni pequeño ni grande, después del cual haya que esperar el fin del mundo» Tomás de Aquino

Si algún asunto ha sido inmanente en el ser espiritual humano es, sin duda, el que apunta a la autoconcienciación de que el término de todo es la secuencia intuible que sigue al inicio también. Lo que en otras palabras nos lleva a una conclusión; todo lo que nace muere, todo lo que inicia ha de terminar.

Si bien san Agustín se recreó en el fin de los tiempos, Tomás de Aquino, sin negar o rechazar, transita un camino en el que la realidad y la vida eran el tema por excelencia siendo que, la actitud existencial fraguaba el destino de cada uno y en la serena reflexión y el libre albedrío,  obraban las opciones del cristiano.

Claro que la resurrección de la carne y el bifurcado camino a tomar por los que lo merecían o no, al lado de Jesús, en el valle de Josafat, el día del juicio final, estuvieron en los escritos de Tomás; así como en el constructo del amor y su naturaleza encontramos al de Hipona buscando comprender y entender las complejidades de sus dos ciudades.

Pero el apocalipsis siempre estuvo allí o, nunca se fue verdaderamente. La idea kantiana del progreso por vocación de la humanidad siempre estuvo acompañada de un momento escatológico como natural reflejo de las afirmaciones categóricas que echaban, para muchos, a andar un péndulo maniqueo.

Mi reflexión modesta y sencilla se dirige a resaltar el encuentro histórico de modelos civilizatorios que me mueven a pensar en un sino peligrosísimo y no obstante banalizado, privado de trascendencia, ordinarizado en la rutina de una vida sin valores trascendentes o en paralelo, con el fanatismo y el anacronismo como acto y potencia. Es un estadio que escapa inclusive a ese profético choque del que habló Huntington. Me explico de seguidas.

Occidente se desmorona en sus bases. Retrocede en sus convicciones religiosas y peor aún, en su pivote familiar, en su gregarismo. Una abierta distancia se percibe intracivilización. Europa ha visto fisuras en el muro de su unidad orgánica y funcional como resultado de sus ahora dudas dogmáticas y valga la contradicción. Del siglo XX se distinguen dos etapas; la primera mitad con sus dos guerras y un morbo para destacar lo que los hacía diferentes. Unas décadas de discurso de unos y otros postuló el sugerente discurso del Estado nación.

La segunda mitad del siglo redescubrió y convenció que la paz y el progreso obraba en la alteridad, en la consciencia común, en el destino compartido. Derechos humanos y cimentación de una sociedad europea entrelazaron uno de las más exitosos y convincentes uniformes con la asistencia de un ponderado plan económico que satisfizo ciertamente a las mayorías, regando de bienestar al espacio social que apenas unos años antes se entremataba, ciego de rencores hereditarios.

No se ha medido todavía la enormidad de la construcción de Europa y ya la ponen en ascuas, quienes más deberían salvaguardarla. El brexit nos traslada a la siempre vigente sentencia de Lord Acton, “Inglaterra es una isla…” y con ello, soliviantan los espíritus que buscando la diversidad se dirigen a la otredad. Es un camino lleno de acechanzas.

Estados Unidos pareciera perder su norte. Abandonar el tratado de París sobre el cambio climático, retirarse de la Asociación Transpacífica, denunciar el acuerdo con Irán, ausentarse de la Comisión de Naciones Unidas para los Derechos Humanos es más que demasiado. Jugar al aislamiento no puede ser sano. Suenan como campanadas de advertencia los artículos de Alfredo Toro Hardy de las últimas semanas. Es dejarle todos los espacios a China y ello también luce delicado e inconveniente. Internamente se escuchan las explosiones de intolerancia entre las naciones que integran esa federación y las vacilaciones del liderazgo auguran un retroceso marcado de la otrora república imperial, como la llamó Aron.

La civilización china es hoy en día el gigante despierto y ambicioso que intuyeron los pensadores europeos desde hace siglos y, aunque se limita a sí misma, adquiere un peso universal determinante. Transita en expansión y lo seguirá haciendo, y ello conservándose internamente sin las debilidades de las democracias ni los reclamos de los derechos humanos. El poder de esa oligarquía cínica e ideologizada que los conduce no permite contrapesos y por ello se corrompe adentro sin apuro, pero de manera sostenida. Un presidente vitalicio, un solo partido, desconocimiento recio hacia las naturales expresiones de la sociedad civil es un modelo que a la postre postula egolatrías radiactivas. El éxito económico conspira contra una China sosegada y presiona por una penetración mayor del mundo no alineado. Un coloso se edifica.

Asia es más que China. Convencen a propios y extraños de su genio, su talento, su inteligencia. Corea del Sur compite favorablemente en invención, ciencia y tecnología con Japón y Alemania y ello no es una constatación ligera. Del otro lado, Japón con su descomunal capacidad industrial y sus tendencias deflacionarias nos sorprenden y muestran una suerte aporética de una civilización puesta a prueba, aún extraña para propios y forasteros y demasiado cerca de sus odios de siempre. Crecen los otros tigres asiáticos y con ello las expectativas de entrar al póker del poder internacional, y la mejor excepción a la norma del crecimiento dominante es Corea del Norte, siempre jugando la ruleta aquella, aunque sufre de hambre su población. Asia crece y amenaza además.

Rusia es otra especie de civilización euroasiática que no acaba de encontrarse consigo misma, pero asegura militarmente una presencia que la catapulta más allá de sus fuerzas reales. Gobernada por una camarilla sectaria, corrompida  y excluyente, no promete nada bueno para la humanidad; por el contrario, seguirá mordisqueando espacios territoriales que son más bien impulsados por sus siempre vivos afanes imperiales y los nuevos zares presagian hacia adentro cada vez menos libertades y menos derechos humanos. Rusia se cuela en todos los  juegos del poder con audacia y determinación. ¿Será capaz de temeridades?

La India es una civilización que, como China, hace valer su dinámica poblacional para competir más y conquistar espacios comerciales, científicos, electrónicos, con clara incidencia en la producción de inteligencia artificial, aunque no se note demasiado. Una revolución agrícola la colocó en un plano esperanzador en lo que concierne a la generación de recursos para su enorme demanda de alimentos y tiene en su seno una diversidad orgullosa, pretenciosa, azarosa que con dificultad notable convive consigo misma. Es siempre un campo minado.

Israel, Irán y Pakistán son también, para algunos, civilizaciones que deben tomarse en cuenta y que, aunque cercanas y comunicadas con otras, son específicas. La historia lo confirma y la tendencia es que son desafiantes y demasiado armadas. El genio israelí trasciende las estrechas demarcaciones territoriales y destaca tecnológicamente como Corea del Sur, además.

La semana próxima continuaremos Dios mediante

@nchittylaroche

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