“¡Llanura venezolana! ¡Propicia para el esfuerzo como lo fuera para la hazaña, tierra de horizontes abiertos donde una raza buena ama, sufre y espera!”.
Rómulo Gallegos, Doña Bárbara
No son pocos los que entonan las estrofas del Himno Nacional de Venezuela sin tener la menor noción histórica, social o política de las ideas que promueve, es decir de su concepto. Sus versos son trillados una y otra vez en el molino de los protocolos institucionales o de los encuentros deportivos sin que se tenga conciencia de lo que se canta o tararea, a pesar de que el proselitismo político, más de una vez, le haya sacado provecho a una que otra de sus más significativas prédicas. Eso sí: descontextualizándolas y mutilándolas convenientemente, como suele suceder con los banderines usados y luego desechados en las campañas electorales por el ciego y vacío recurso ideológico, propio de los intereses de ciertas militancias partidistas.
Es muy probable que -con la única excepción de España, cuyo himno carece de letra- en todas partes del mundo suceda más o menos lo mismo: todo buen ciudadano hincha su pecho, canta el Himno y cumple con los rigores de la formalidad protocolar del caso. Pero pocos son los que se preguntan por el contenido de sus letras, por su origen, por lo que quiere decir aquello que han estado cantando por años y que repiten una y otra vez. Solo que en el caso del Himno Nacional venezolano la cosa resulta ser particularmente curiosa, porque se dice que la música que acompaña su letra fue originalmente una canción de cuna de los tiempos de la Colonia. Y, de hecho, aún se habitúa arrullar a los niños tarareando su dulce y suave melodía, que, a pesar de la altiva versión de Juan Bautista Plaza, es muy poco marcial y más bien civilista, más poema lírico que marcha, como si hubiese salido de las tonalidades de los Himnos de la noche de Novalis, en los que el Yo narra la trascendencia del proceso de formación cultural interior. “Los siglos eran como momentos y se podía sentir su cercanía”, afirmaba el poeta alemán.
No es improbable que aquel pardo libre, Juan José Landaeta -¿o quizá Lino Gallardo?-, se inspirara en la antigua canción de cuna en cuestión para componer el “Gloria al bravo pueblo”. Una perspicaz manera de popularizar su contenido en una época -se sobrentiende- carente de redes sociales. A fin de cuentas, lo han hecho todos los buenos artistas: nunca imaginó el Docteur Gachet que su rostro taciturno y melancólico se transformaría, en las manos de Vincent van Gogh, en uno de los lienzos más representativos de la atmósfera intelectual que tipifica la condición humana del hombre moderno. Ni la señora Susette Gontard, transfigurada por Hölderlin nada menos que en la reedición sublime de la Diótima que guiara a Sócrates por las sendas de la comprensión del amor. En todo caso, la virtud y el honor, presentes en la primera estrofa compuesta por el bachiller en filosofía, médico y periodista -¿o tal vez el filósofo, poeta y lingüista don Andrés Bello?- ponen de relieve la decidida influencia de las filosofías de Maquiavelo, Spinoza, Montesquieu y la llamada Ilustración francesa en la concepción política y social a partir de la cual se fue consolidando la creación de la república venezolana. De ahí la importancia de estudiar a fondo sus pensamientos, y especialmente lo relativo a los conceptos de “virtud y honor”, a objeto de comprender la distancia, el abismo, presente entre los ideales con los cuales se fraguó la naciente república y entre quienes en tiempos recientes llegaron a presentarse como los legítimos herederos de dichos ideales, asombrosamente alambicados y pintarrajeados con retazos de leninismo, maoísmo, terrorismo islámico, castrismo y hasta palerismo, según la receta dada por el foro paulista. Al final, todo vertido en una botella de miche tóxico, alambicado hasta destilar los fermentados y pestilentes olores de un despotismo gansteril, bajo la lúgubre sombra del narcotráfico.
Según Montesquieu, la naturaleza de un determinado régimen deriva de las bases sobre las cuales se erige su particular modo de ser y de pensar. Su principio, en cambio, consiste en el modo como sus ciudadanos actúan en concordancia con la mencionada naturaleza. El principio es la pasión que los mueve, el impulso que los hace actuar en función de su naturaleza, dando legalidad y justificación al corpus natural. De ahí que a dicho principio Montesquieu lo denominara ressort, es decir, primavera. Así, por ejemplo, el principio de la tiranía es la violencia y el del despotismo es el miedo, mientras que el principio de la democracia es la libertad y el de la república es la virtud o la libre voluntad.
No obstante, y a diferencia de Montesquieu, Voltaire considera que el principio de la república no es la virtud, sino el honor. De modo que mientras para el primero el honor es principio de la monarquía, para el segundo lo es el de la virtud. Y así, pues, según la interpretación que cada uno de estos autores ha hecho, la virtud y el honor intercambian sus posiciones, a pesar de que, para ambos, cumplen la función de expresar el modo de actuar -ese ressort que impulsa- constitutivo de una determinada condición ciudadana. Salias o Bello, lectores de los grandes pensadores franceses, lo sabían muy bien. La ley se va respetando a medida que la mueven la virtud y el honor. En eso radica la gloria de un pueblo. Pero, ¿qué significa, para estos filósofos franceses, virtud y honor? Ni el “virtuosismo” del violinista ni las virtudes morales del sentido kantiano. En el estricto significado de Maquiavelo y Spinoza, es el vínculo, la disposición, que tiene cada individuo con su sociedad. Es -como dice Montesquieu- “una renuncia al sí mismo, lo más difícil que hay”. Sólo el amor al bien público engendra todas las virtudes particulares. Y es en esto, por cierto, que consiste la idea hegeliana de eticidad, la Sittlikheit.
De este principio supremo está compuesta apenas la primera estrofa del himno nacional venezolano. Y es contra la sociedad despótica, la sociedad del miedo y de la violencia tiránicas, que dirige su canto supremo. Lejos de su cadencia se encuentran los modelos tiránicos, la adoración al “líder supremo”, al temible caudillo militar, a la morsa insaciable, al sargentón revanchista, a los vengadores del resentimiento y la venganza esparcida. La Virtù no apunta en la dirección del culto a la personalidad sino que, todo lo contrario, apunta contra su morbo, en actitud de insurgente arrojo. Porque la libertad es tan osada y desafiante como lo es el amor. No imaginó nunca Guzmán Blanco que al oficializar el “Gloria al bravo pueblo” estaba sembrando en la conciencia civil de su tiempo la semilla de una república sustentada no en los caprichos de uno o en la corrupción de algunos, sino en la conformación del respeto por las leyes y las instituciones que sustentan la vida civil. Seguir interpretando la política como un negocio, una franquicia o, más bien, como un juego de franquicias para obtener vanidades y riquezas, carece de toda virtud y de todo honor. Más pronto de lo que se piensa, la semilla vuelve a prender para convertirse en roble. El frondoso árbol de la Libertad cobija la virtud y el honor del Espíritu de todo un pueblo. Y finalmente, el momento de su renacimiento parece haber llegado.
@jrherreraucv