“Mentir es decir lo contrario de lo que se piensa con intención de engañar”. Agustín de Hipona
“La verdad, aunque siempre impotente y siempre derrotada en un choque frontal con los poderes establecidos, tiene una fuerza propia: hagan lo que hagan, los que ejercen el poder son incapaces de descubrir o inventar un sustituto adecuado para ella (…) la persuasión y la violencia pueden destruir la verdad, pero no pueden reemplazarla”. Hannah Arendt (Entre el pasado y el futuro, Ocho ensayos sobre la reflexión política, Barcelona, España, Editorial Península, pág. 272, 1996).
Los autoritarismos suelen querer más que la neutralidad y la sumisión y, en el caso de aquellas experiencias que apuntan más hondo, al totalitarismo entonces se exige incluso la despersonalización consentida y asumida como modo de vida que, impajaritablemente, va permitiéndose el peor daño antropológico: renunciar o prescindir de la verdad, de lo que la susodicha conlleva y, además, del respeto a sí mismo.
El asunto consiste en forzar la relación comunicacional propia del ser social a un desenlace contaminado y embaucador continuo, regular, habitual. No son los hechos lo que muestran la verdad, como dijo Nietzsche y repitió Foucault, sino la interpretación de estos y la conclusión a la que nos transporta.
De allí que el poder ideologizado o aquel que promueva el culto a la personalidad del líder (a menudo emergen juntos o el uno como consecuencia del otro) terminan por conculcar la verdad o, peor aún, enmarañarla, sustituirla, pretender hacerlo con la versión oficial que le pueda convenir. No serán entonces ni racional ni espirituales los hechos y apreciaciones que hacen y dejan ver la realidad, sino lo que el hegemón quiera comunicar, afirmar o negar.
Me viene al espíritu el diálogo entre Trasímaco y Sócrates sobre la justicia y la afirmación del primero que, parafraseándolo yo, indicaba que la justicia era lo que quisiera e impusiera el más fuerte. Algo en la misma línea se descubre al notar lo que hace el poder con la verdad; la combate con represión, pero, además, con otra “verdad” que postula con los medios a su favor, ya para persuadir, ya para imponerla materialmente.
El asunto es complejo; de un lado se trata de irracionalizar el tránsito perceptivo en la comunicación, posicionando la propaganda y la simbolización “ex ante” o también, en una segunda fase, sesgándolo por la corrección y la vigilancia “ex post”. La falacia, la tergiversación, la simulación son solo el instrumento.
Orwell, dotado de una penetrante inteligencia, lo advirtió antes que otros y lo presentó así en su distopía: «El objetivo tácito de este modo de pensar es un mundo de pesadilla en el que el líder máximo, o bien la camarilla dirigente, controle no solo el futuro, sino incluso el pasado. Si sobre tal o cual acontecimiento el líder dictamina que «jamás tuvo lugar … pues bien: no tuvo lugar jamás. Si dice que dos más dos son cinco, así tendrá que ser». (citado por Miguel Berga en, George Orwell, 10 ensayos sobre lenguaje, política y verdad, Penguin, Random House, Grupo Editorial).
Basta recordar cómo Hugo Chávez intentó -para muchos lo logró- trastocar la genuina narrativa que registraron los hechos de 11 de abril de 2002, cuando se masacró a 20 conciudadanos que manifestaban su repudio al abuso de las 50 leyes dictadas por decreto y sin ninguna consulta.
Lo que pasó fue simplemente transformado en lo contrario y los tiradores de Puente Llaguno de asesinos flagrantes pasaron a ser héroes y los metropolitanos que defendían a la multitud que reclamaba, manifestaba, pacíficamente y sin armas, devinieron en reos del delito de lesa humanidad, achacándosele la responsabilidad de las muertes.
Declarar día de jubileo nacional el 4 de febrero para recordar la intentona golpista del hoy difunto es no solo hacerle apología al delito; es el intento de convertir la felonía en un acto de orgullo, en una efeméride.
Pupilo de Fidel Castro, el régimen aplicó lo acostumbrado en La Habana y desde entonces, con total soltura y desparpajo, siempre que hubo violencia se atribuyó a la disidencia opositora la causalidad, la actuación y la comisión de delitos, que no por lo dicho por el gobierno se explica por qué quedaron tendidos en las calles centenares de compatriotas jóvenes -y no era casualidad- que alzaban su voz contra las políticas oficialistas y no por el contrario, miembros de los Círculos Bolivarianos o paramilitares que actuaron y actúan con total impunidad y se hacen llamar colectivos.
El 28 de julio pasado, el chavomadurismomilitarismocastr ismoideologismo, una vez más, se abalanzó desde el Estado PSUV sobre la verdad y la secuestró o quizá más grave, intenta su desaparición forzada. Maduro al frente, pero, con su corte fingiendo cínicamente una victoria, mienten apasionadamente para ensayar, de nuevo, diluir la realidad, confundirla, adulterarla y dejarla sin efecto constitucional y legal.
De eso es que se trata. Esta agonía, esta angina del alma que nos asfixia y nos duele y que ahora vivimos, se origina en la indignación que como pueblo sentimos y en lo personal, en la impotencia de saber que nos robaron nuestra soberanía y además, la república como sistema de gobierno.
Se le atribuye a Alexander Solzhenitsyn una frase, que no sé si es o no realmente del intelectual ruso, víctima del Gulag, pero que cabe citarla a diario para mantenernos conscientes de lo que enfrentamos: “Sabemos que nos mienten. Saben que nos mienten. Saben que sabemos que nos mienten. Sabemos que saben que sabemos que nos mienten. Y, aun así, siguen mintiendo».
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