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De la Venezuela pobre a la Venezuela de las miserias

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Venezuela ha sido una nación históricamente pobre. Esto lo han afirmado, no solo los estudiosos del desenvolvimiento económico venezolano, como Asdrúbal Baptista, sino también historiadores y otros científicos sociales que han constatado cómo, a lo largo de los tiempos, grandes capas de la población –porcentualmente la mayoría– han vivido siempre bajo los rigores de la pobreza.

La irrupción de una economía petrolera a partir de la segunda década del siglo XX creó, muy rápidamente, la fantasía de que éramos un país de innumerables riquezas. Dentro y fuera del territorio comenzó a repetirse: Venezuela es rica. Se listaban los elementos que justificaban esa afirmación: enormes yacimientos de petróleo y gas, incalculables riquezas minerales, tierras fértiles, clima benévolo, disponibilidad de agua, paisajes extraordinarios, potencial turístico, posición geográfica estratégica, y tantas cosas más que generaban la ilusión de país que, más temprano que tarde, lograría mejorar los niveles de vida de la gran mayoría de sus habitantes.

Pero en medio de una condición estructural de pobreza, los ingresos petroleros produjeron cambios de enorme significación, especialmente en las cinco décadas comprendidas entre 1920 y 1970. Puede decirse –tal como lo afirmaba el propio Baptista– que fueron cincuenta años de bonanza. En ese período se creó una infraestructura educativa nacional y se masificó la educación, se desarrolló una red hospitalaria y de atención a la salud, se multiplicó el número de universidades, se estructuró una red de carreteras y autopistas que se dispersó por una buena parte del territorio, se levantaron y pusieron en funcionamiento grandes obras de infraestructura y servicios –represas, centrales hidroeléctricas, teatros, museos, estadios e instalaciones deportivas, plazas, mercados, bulevares y más–, que cambiaron, sustantivamente, la existencia concreta de una parte considerable de la población.

En estrecha relación con el proceso de modernización que experimentó el país –porque de eso se trató, en lo fundamental: la bonanza fue el motor de la modernización en Venezuela, con sus virtudes y sus defectos–, ocurrió un fenómeno cuyas consecuencias todavía no se han evaluado con la sistematicidad y profundidad que el asunto amerita: el establecimiento y propagación de una clase media urbana en todo el país, especialmente –y no exclusivamente– en las ciudades medianas y grandes de todo el territorio.

Como en tantos otros países, también en Venezuela la clase media fue una fuerza determinante en el funcionamiento y desarrollo de la sociedad. Ella potenció las realidades de las disciplinas profesionales; el establecimiento y multiplicación de empresas y emprendimientos; la aparición y auge de movimientos culturales y artísticos; los avances en la innovación, las ciencias y los usos tecnológicos; contribuyó, de forma decisiva, a establecer parámetros de excelencia en todos los ámbitos sociales y productivos; y, en el sentido más noble de la afirmación, le dio forma relevante a un ideario sobre cuestiones como trabajo, formación, solidaridad social y convivencia, entre muchas otras. La clase media sintetizó muchas de las aspiraciones que han sido axiales en la compleja trama de la sociedad venezolana.

Aquella Venezuela pobre, con una clase media sólidamente estructurada; aquella Venezuela que era, a la vez, de oportunidades e injusticias, de contradicciones y ámbitos de excelencia; aquella Venezuela que preservaba un estatuto de dignidad, a pesar de las indiscutibles y evidentes inequidades; aquella Venezuela pobre ha derivado en una nación de miserias, en una nación de ruinas y desaparición de las oportunidades de progreso.

El régimen de Chávez y Maduro no se conformó con destruir los beneficios, los indicadores sociales positivos y los bienes que la sociedad había logrado construir entre 1920 y 2000: también condujo la pobreza a escenas quizás comparables con las que se produjeron en las zonas rurales durante las guerras del siglo XIX. Los pobres fueron empujados a situaciones de total despojamiento; la clase media, prácticamente ha desaparecido; las empresas han sido arrasadas; las instituciones del sector público son hoy, desde todo punto de vista, entidades ruinosas, perversamente politizadas, corruptas, absolutamente ajenas al interés de los ciudadanos.

En el país de las miserias, las personas han perdido entre 8 y 10 kilos de peso como promedio. Viven sitiados por el hambre, las enfermedades, el desempleo y bandas de delincuentes y grupos fuera de la ley como los colectivos y la FAES. Escenas dantescas, como el consumo de animales domésticos o robados de los zoológicos; niños y ancianos que mueren de hambre en sus casas sin ningún apoyo o asistencia; madres y padres de familia que hurgan en los basureros en busca de algún alimento para sus hijos; personas hospitalizadas, de todas las edades y condición social, que mueren a diario sin recibir tratamiento o medicamentos; cientos de miles de familias que destruyen su entorno natural en busca de leña, porque en el país que producía 3,2 millones de barriles de petróleo al día en 1998, no hay gas, ni gasolina, ni diésel, ni kerosén ni tampoco electricidad con la que cocinar.

No solo hay testimonios que provienen de todas las regiones venezolanas. No solo hay llamados desesperados de organizaciones religiosas y de ONG que luchan por aminorar estos padecimientos. No solo hay estudios, como la Encovi y otros, que ponen en claro la magnitud y extensión de la miseria venezolana. Se trata de un clamor nacional. Absoluto y constante grito de la sociedad entera, que no tiene ninguna respuesta por parte del poder. O sí. Tiene una. Solo una: apresar y enjuiciar a las organizaciones que prestan ayuda a las personas que viven en condiciones de hambre extrema. Porque de eso trata la política de Maduro en contra del hambre: en liquidar los últimos resquicios de ayuda que reciben los hambrientos.

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