“Lo que pasó y ya no es, es como si no hubiera sido”. Oído alguna vez en conversación con mi padre.
Los economistas suelen considerar lo que llaman costo de oportunidad y reflejaría la ponderación de lo que se decidió hacer y sus resultados, con respecto a lo que pudo haberse hecho. El ejercicio puede traer a la consciencia decepciones o tal vez satisfacciones, pero nada puede cambiarse porque lo hecho, hecho está.
Solemos, cuando el tiempo se nos echa encima, preguntarnos qué habría sucedido si hubiera sido otra la decisión tomada, pero la cruda realidad se hace presente para mostrarnos una suerte de iterabilidad que nos cubre, inexorable, impajaritable.
Dante nos enseñó que la esperanza nos acompaña hasta las puertas del infierno, pero no sigue con nosotros porque precisamente el averno es la pérdida de ilusión, deseo, aspiración, nostalgia, esperanza incluso. El tránsito por las tinieblas solo ofrece, pero es ya bastante, una posible certeza; ese obscuro, deleznable, tenebroso de miedos y sufrimientos, vejaciones, humillaciones, dolor y vergüenza es lo que tendrás ex nunc y nada más.
La vejez de su lado es un proceso de desfiguración sistémico que nos recuerda no solo nuestra perceptible vulnerabilidad, sino la proximidad a la finitud de esto que hemos llamado vida. Los creyentes se sostienen en una esperanza de resurrección y aún de regreso para recibir el castigo por la que tal vez fue perniciosa existencia, pero los que no creen se saben a las puertas de eso que, según recuerdo, Epicuro llamaba “la privación de toda percepción”.
La muerte es pues y para algunos constituye una suerte de consuelo, añorando en una suerte paradójica el final, pensando que ya no sentirán, cesarán de sufrir entonces, pero…es legítimo albergar en el alma una duda al menos o tal vez más.
La pérdida progresiva de condiciones y capacidades suele mostrarnos sin necesarios aspavientos la cita con la vejez aunque, fuerza es admitirlo, hay otras constataciones que también nos ilustran sobre la materia. Desde la fatiga respiratoria, el miedo al desnivel, la digestión pesada, la imprecisa visión, el examen de sangre o las regulares jaquecas que con cualquier desencuentro nos alcanzan. La vejez es, pues, una situación que te agrede, te priva de tu musculatura, de tu agilidad, de tus reflejos.
Pero la relación entre la psiquis y el comportamiento fisiológico también se ensaña con los que ya son viejos. Escuchamos al médico decir que somatizamos y sin pretender aclarar o menos profundizar, nos descubre que una indisposición, un contratiempo, una decepción nos sube o baja la tensión y de allí a tomar betabloqueadores y otros fármacos para mantener al enemigo silencioso, léase, la tensión diastólica o sistólica, en parámetros aceptables hay un trecho escabroso. Traducimos en nuestro cuerpo la tormenta de nuestra mente, chocados, turbados, arrollados por la circunstancialidad.
Los sentimientos se complican porque el abordaje de los mismos esta transversalizado por todo tipo de sesgos que el pasado propone para negar que haya pasado en realidad y así, abrir la puerta a lo nuevo por denominar de ese modo a lo que pudiera venir. ¿Futuro? La vejez no es tiempo de esperar porque escasea el tiempo ni de instantaneidad porque no la metabolizamos bien aunque, a veces, nuestra mente resume todo como en un sencillo ejercicio de prospectiva.
Amar apasionadamente va trastocándose en tierna fraternidad y acaso, el arribo de la tentación pone a prueba otros valores y otras emociones. La memoria sacia de recuerdos cuando no se muestra infiel en la palabra, los nombres, las situaciones que se deforman o se escabullen o se niegan a regresar. Los amigos y las mejores evocaciones se distinguen de las vaguedades que la imprecisión histórica forzó.
Algunos pueden y son consecuentes con amores y rencores. Otros van otorgándole indulgencias a todos porque simplemente ya no hay fuerza para el odio ni peso en las reminiscencias. Luego viene el jocoso intercambio de ironías y sarcasmos entre amigos y conocidos señalando y exagerando las disfunciones atinentes a los dientes, a los olvidos frecuentes, burlas que van y vienen para aligerar una carga común.
Y pensamos que algunos muy pocos dejan dinero y propiedades y otros apenas, una casa o muebles y valores que van a permitir los forcejeos propios de las herencias que a menudo simplemente es como repartir veneno entre los allegados. El distinguido Conde del Guácharo decía socarrón que alguno “lo único que dejó fue de existir.”
El otro legado apunta ya a un deseo de trascender que agota realmente el campo de la esperanza. Se advierte en los hijos y nietos un parecido que a veces se percibe y quisiéramos que, en el benevolente juicio que nos hacemos a nosotros mismos, destile ante todos una visible y apreciable influencia a conservar, destacar, preservar.
Entre chanzas de los hijos vamos por ese desfiladero cada vez mas empinado. Si se nos escapa algo, medio en serio y medio en broma, nos sugieren dejar por fin entrar al alemán Alzheimer, aunque sabemos que eso los afectaría también a ellos gravemente.
La idea de vernos deambular idos y sin control de nosotros mismos, vacíos, ligeros, leves, superficiales se asocia a mi juicio, con la indiferencia que resulta de no asumir la realidad más por desesperanza que por senilidad. Si nos desubicamos adrede, si nos sustraemos, nos apartamos, nos adelantamos a la vejez misma, haciéndonos sin embargo viejos porque decidimos serlo y así, hay quien se dedica a morir aunque su salud no lo conduzca por falencias de su sistema a ese final.
Por eso hay que encontrarle a la vida, siempre una razón para vivir, darnos una motivación, un propósito que nos inspire y nos sostenga aún en la contingencia que nos vapulea. Vivir debe alimentarse de impulsos, de la erupción del espíritu, del ideal, de la generosidad como oportunidad de complacerse a uno mismo.
En Navidad suele irrumpir la esperanza. Somos pero dejamos de ser viejos un instante, abrazamos, palmeamos el hombro de propios y extraños y vemos en la alegría o en la tristeza algo de nuestras alegrías y tristezas pasadas.
Viene a mi consciencia como un latido una «Canción de las simples cosas», de unos geniales argentinos pero que me ofrezco en la interpretación de una chilena maravillosa, Gina María Hidalgo, entre rones y amigos a mayor abundamiento, que cual poema reza en una frase como sigue: «Siempre volvemos a los viejos tiempos, en que amamos la vida. Por eso, muchacho, no partas ahora soñando el regreso, que el amor es simple y a las cosas simples las devora el tiempo».
No nos pongamos viejos esperando para cambiar este mundo. Salgamos a hacerlo. No nos resignemos a la desesperanza. Patria querida, pueblo mío amado y casi ausente, hijos que no están y los que permanecen acá, compañeros de ruta y los que se atreven a recibir el testigo y a sufrir pero vivir haciéndolo, les deseo a todos feliz navidad. ¡Venezuela fue, es y será tierra de esperanza porque Dios la hizo, a pesar de todos los demonios, inmortal!
@nchittylaroche
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