A los zorros viejos, de inaudita candidez.
La imaginación, ese reflejo invertido de la ratio técnica, contiene en sí misma los presupuestos inherentes a la ahistoricidad, que luego utiliza, premeditada y alevosamente, como expresión de su habitual modo de representarse la eternidad como ficción. El entendimiento abstracto, de hecho, porta inevitablemente en sus entrañas la mala infinitud, esa suerte de degeneración continua, efímera, de la realidad de verdad, que es, por cierto, la representación originaria sobre la cual se sustenta la abrumadora producción mercantil del presente, el trastocamiento del valor de uso en valor de cambio, el febril afán por lo desechable, lo efímero y contaminante, la abstracta inversión de las causas por los efectos. Mientras más se esfuerza en huir de la inmediatez, la teología filosofante va poniendo en evidencia su insoslayable atracción e íntima necesidad por lo inmediato. Condenada a su propio circulus vitiosus, su declaración pública de renuncia y liberación respecto del ser-ahí es la prueba transtornada, la mejor confirmación esquizofrénica, de su íntima servidumbre.
La pobreza de sentido no es la causa sino la consecuencia palpable de la pobreza del espíritu. No es el sentido el que forma y conforma el espíritu, es el espíritu el que forma y conforma el sentido, transmutado en espíritu. El vacío existencial es el resultado de una sociedad devenida barbarie ritornata, puesta, firmemente convencida de su autosometimiento a la razón instrumental, feliz de padecer el síndrome de Estocolmo. Es el Zauberlehrling, ya advertido por Goethe, abrumado por las fuerzas ocultas que ha invocado y que, aquí y ahora, se ve imposibilitado de poder controlar. Es la tarantella indetenible de la acumulación y cuantificación, ese morir y nacer continuo, esa contradictoria necesidad de no perecer jamás pereciendo a cada instante. El mito del vampiro Nosferatu realizado. En su manía de fragmentación, de ruptura y duplicación de la unidad concreta, la teología filosofante muestra ser la gran precursora, en nombre de sus sagrados dogmas, de sus reliquias de la muerte, de su liturgia. Toda una pionera de la transformación del desgarramiento en naturaleza.
Claro que, según los misterios extraídos del Testamento, la pobreza de espíritu es una bendición que, por cierto, Heidegger, en su momento, pretendió vindicar. Porque, según el “pastor del ser”, mientras mayor es la pobreza espiritual más humilde se es, y, en consecuencia, mayores son las posibilidades de que las puertas del cielo queden abiertas de par en par, para la gloria del Todopoderoso. Como en la lotería, mientras más se juega, es decir, mientras más pobre de espíritu se es, más chance se tiene de ganar el edén. Solo queda, entonces, sustituírla por la pobreza de sentido, lo que significa poner la carreta delante de los burros, y a los burros colgarles la zanahoria de la trascendencia sobre sus hocicos.
Si, ciertamente, la sociedad se ha ido organizando como “la sociedad del espectáculo”, no menos cierto es que la teología filosofante no solo forma parte de semejante divertissement, sino que ha contribuido notablemente en la construcción de sus sólidas bases. Por eso insiste en su pretensión de interpretar escrupulosamente, y no sin aparente afectación, los preceptos de la Ley religiosa, de una ética de mandatos sazonados de mala infinitud, atendiendo más a sus letras que, precisamente, al espíritu, al que ha renunciado por completo. Sus quejas son similares a las del fariseo. Las tramas no dependen del capítulo final, dependen de su recorrido, del movimiento in fieri -toda determinación es negación-, sin el cual carece de importancia la precipitación del final. Por eso mismo, no se trata de cerrar la secuencia de la historia, sino de abrirla en su complejidad, porque la historia escrita no es una historia independiente de la historia viva. Es, en todo caso, el resultado consciente de su experiencia y, a un tiempo, el punto de partida de su próxima estación.
Las buenas gentes “se vuelcan” al entretenimiento para evadir el peso de un mundo que lo ha obligado a re-volcar-se en el charco del desquicio de las abstracciones de una vida ficticia, transversalmente atravesada por la ilusión de la espera. Sí: de la esperanza. Es la condena de Sísifo y, al mismo tiempo, el nada nuevo bajo el sol. Son las flores sobre las cadenas y los suspiros de la criatura agobiada. El “vacío existencial” es la consecuencia de la adecuación -invertida- de una plenitud vaciada de ser, desprovista de sustancia, de contenido. O lo que es igual, provista de la aridez de las formas en las que pretende insistir -y recetar- el teólogo, con el propósito de “salvar el mundo” de la obesidad, del sexo y de la drogadicción. El razonamiento, en el fondo, es muy sencillo. Por ejemplo, si los consumidores de estupefacientes y sustancias tóxicas no tuviesen a su disposición “suficiente poder adquisitivo”, entonces se verían obligados a no consumir drogas, con lo cual se verían impelidos a hacerse adictos al “Bien total, trascendente” y, de ese modo, superar definitivamente la “alienación”. Se comprenderá que la solución sugerida por el teólogo es propia de la reencarnación de Girolamo Savonarola. Maquiavelo hablaba de esos filósofos que se dedicaban a construir castillos sobre las nubes. Pero, en este caso, la solución del teólogo casi toca con la punta de sus dedos no al creador del fresco de Buonarroti sino al mismísimo paroxismo envuelto en paños, mostrando, en alguna medida, sus “gracias” u ocultando sus “vergüenzas”, que para el caso da lo mismo. Después de semejante propuesta, uno llega -¡finalmente!- a comprender cómo fue posible que un puñado de golpistas, que irrumpieron contra el hilo constitucional, terminaran siendo indultados y destrozando a todo un país.
Todavía, detrás de los ecos de sus cuitas por el agua derramada, la obsesión teológica insiste en convocar la vuelta a la tradición contra la modernidad. Para él, en el fondo, el gran culpable de los males de Venezuela sigue siendo el presidente Carlos Andrés Pérez, quien, a pesar de lo que se quiera decir, puso todo su empeño en construir un país a la altura de su tiempo. El fantasma del “Benemérito” ronda los oscuros laberintos del conservatismo, cuya consecuencia última es la objetivación del gansterato que empobreció el espíritu de toda la población venezolana. Para él, era preferible seguir viviendo en la aldea pastoreña del siglo XIX. Fuera de la historia no es posible superar y conservar a un tiempo la propia historia. Porque la historia no son los esqueletos -la arqueología- que va dejando el pasado, sino el sujeto-objeto en acto continuo, el hacer que es un pensar y el pensar que es un hacer. Ni la verdad ni el valor son trascendentes: son inmanentes porque son históricos. Como decía Benedetto Croce, y muy a pesar de la teología filosofante, la vida toda es historia y nada más que historia.
@jrherreraucv