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De la nueva ciudadanía o la banalización de la libertad

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“Por sobre todas las cosas no se enamore del poder.” Esther Díaz. «Epistemología del poder y política del deseo». Prólogo de Las redes del poder, Michael Foucault. Prometeo Libros, Buenos aires 2014

Un alumno me pidió explicaciones sobre nuestra actual condición como país y, me interrogó sobre la etiología de nuestra evidente patología estructural como sociedad. Le respondí que era muy complejo el asunto y a él nos referimos a menudo, sin agotarlo, ni remotamente.

A riesgo de lucir repetitivo, sin embargo, apuntaré en esta reflexión nuevamente a la ciudadanía como concepto y discurso en la Venezuela de hoy, porque pienso que es precisamente revertir su estado y tendencia la tarea a acometer.

Ciudadanizar, como suelo postular a manera de proyecto y que parte de una verificación e impajaritable conclusión y es la desciudadanización que hoy transversaliza la sociedad devenida tipológicamente antipolítica e incluso antisocial, misma que se ha delineado y creo se describe bien, así calificándola, luego de la perniciosa experiencia chavomadurista.

Fenomenológicamente, el asunto se evidencia por la carencia de actores comprometidos en el teatro de la cosa pública. En efecto, el retiro de los escenarios comunitarios de las mayorías es ostensible y la ausencia en los asuntos de interés común, es una irrefragable constatación.

Ni siquiera la clase media asiste con regularidad a los cuerpos de intermediación para conocer y decidir los asuntos que son de su interés y mucho menos gestionarlos. Las comunidades educativas se reúnen con la inevitable compañía de la soledad y nada más.

Los gremios y colegios profesionales, sindicatos, cajas de ahorro, egresados, tampoco atraen a muchos, y ni siquiera la actividad social, el recreamiento que antes reunía para la plática o compartir entre los pares y su familia se mantiene.

Un “ciudadano” solitario o segregado o automarginado se detecta, ya por acción u omisión; se manifiesta no obstante refractario a las convocatorias de todo género, de las que era el sujeto y objeto, en el quehacer social y político de otrora.

No hay ciudadanía sin participación ni tampoco intermediación es posible sin la presencia militante de aquellos que son tocados por los diversos asuntos de su utilidad o beneficio.

En paralelo, es menester notar que un rasgo de la ciudadanía consiste en la convicción del destino compartido, de la pertenencia al todo social, un sentimiento de comunidad con otros a los que se tienen como iguales en un constructo consciente.

La consciencia ciudadana, preciso, es alteridad y es responsabilidad. Ambas derivan de la impronta ética que es consustancial a la ciudadanía y la primera, es derecho y deber de cada miembro del cuerpo político hacia sí y naturalmente hacia los demás. En cada uno estamos todos y viceversa.

La responsabilidad es la clave, a nuestro juicio, que define la buena ciudadanía. Es la acción consecuente y valorativa del elenco de deberes que se tienen como resultado de la membresía del estado civil. Responsabilidad política primeramente y como antes dijimos deliberación y decisión son indispensables, pero más todavía, urge la asunción del deber trascendente que se inscribe en la conducta que incide en el devenir personal y aquel otro de la sociedad y sus distintas expresiones intermedias. En eso consiste la responsabilidad política ciudadana.

En nuestro país y aunque se haya dicho mucho, se ha concientizado menos. Una evidente falencia sistémica ciudadana y la adulteración institucional, aunado a una visible irresponsabilidad política, a la que la antipolítica, la demagogia y el populismo nos han llevado, son las causas de este catastrófico deslizamiento que nos opaca y postra.

Venezuela tiene, y es sano repetirlo hasta que se entienda y se repare, un grosero y deletéreo déficit de ciudadanía. Eso explica el desarraigo, la diáspora que por cierto continúa silenciosamente vaciándonos la nación y el desapego anómico que se advierte en cada ambiente donde nos aproximamos. Lo común es ajeno y solo me ocupo de lo personal y de la forma más pragmática posible, se oye decir.

Las universidades son un ejemplo nítido, siendo que han carecido de tantas cosas y han sido desconsideradas en los planos más necesarios y a la vista de todos, sin que la sociedad haga nada y la misma ciudadanía universitaria, si se ha hecho eco de ello, ni en la misma comunidad ha obtenido el respaldo que debería ser total.

El mundo magisterial, que de lejos es el más importante segmento profesional del país y en cualquier lugar lo es también, ha disminuido su entidad, significación, consistencia, y luce como si viviera su propia desciudadanización, sin dejar de tener un papel protagónico impretermitible en cualquier secuencia de cambio histórico que pueda sobrevenir.

Puedo mirar el cúmulo de expresiones societarias que pudiéramos considerar o ponderar, pero, francamente, ninguna de ellas escapa de la falla a la que nos referimos. En medio de todas las crisis, entonces destaca entre muchas la crisis ciudadana.

El régimen se ha adueñado del espectro decisorio y de los espacios públicos que, por cierto, estarían llamados a favorecer la libertad material en la acción ciudadana. Libertad que se confunde con el ejercicio de los derechos políticos y en general de los derechos humanos. Varios centenares de presos de consciencia no parecen perturbar la hoy afectada desciudadanía. La libertad vive un jaque permanente entonces.

Libertad que nos faculta si ella fuera real y no ilusoria o de mera falsificación semántica, para soberanamente conducirnos y no marchar arreados y a empellones en la senda del desastre y la despersonalización que nos imponen los cuerpos de seguridad omniscientes pareciera, y la que fue y ya no es, la fuerza armada nacional.

Vergüenza debe darnos hablar de la revolución de la justicia, tan cacareada por la satrapía, luego de la designación de los magistrados, entresacados de las listas del PSUV y en permanente enroque, los magistrados enciclopedistas que de todo saben y por supuesto de ontológica mediocridad en su cuasi totalidad. 1984 de Orwell nos ayudaría, al repasarlo, a mejor comprender.

Lo peor es que nos acostumbremos, nos resignemos, nos mimeticemos como viene aconteciendo y, aunque se denuncie el daño antropológico por los más atentos y perspicaces académicos, somos testigos de como la nada en la novela de Michael Ende, La historia interminable, nos siguen despojando y fagocitando y haciéndolo, nos sustraen de nuestra aspiración a ser y serlo, solo si somos libres.

Una libertad sin calidad de libres es una indignidad. Tampoco somos una república porque no somos libres y somos dominados; vivimos sin respeto a la dignidad de la persona humana. Sin acatamiento a la normación que nos damos para la paz y la convivencia, a la democracia. Ciudadanos huérfanos y militantes sin partido porque los vendieron o judicializaron, desnaturalizaron en suma.

Habrá tanta libertad y tanta república, en conclusión, como haya ciudadanía.

@nchittylaroche

[email protected]

 

 

 

 

 

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