“Echemos el miedo a la espalda y salvemos a la patria«. Simón Bolívar
Recibí comentarios sobre el artículo de la semana pasada y entre varios, me llamó la atención el de una amiga, Virginia Rivero, para quien la lucha que ha de librarse ante el status quo y la hegemonía patológica que nos asfixia es y debe ser conceptualizada como de liberación. Estuve de acuerdo y ya lo había mencionado antes, pero cabe el recordatorio y gracias a mi correligionaria y compañera de ruta por su significativo aporte.
Un ejercicio holístico nos llevó a esa conclusión que, desde luego, se convierte en la estrategia a seguir y a alcanzar; se trata de liberarnos y no de otra cosa y es sano que lo tengamos claro porque una lucha puede ser distinta a otra y lo que la diferencia es el propósito que la legitima si acaso o la justifica genuinamente.
Liberación no es cohabitación. No es continuidad y se acerca mucho a la ruptura. Supone un acto concreto y consumado de rebeldía y la renuncia a esa hegemonía sobre y desde la cual se ejercía la dominación. Es la conquista de la libertad; la recuperación de la voluntad, en el discernimiento y en la responsabilidad.
Además, la liberación es un acto de dignificación, sobre todo cuando se asume a medio paso entre el yo de cada cual y el nosotros como entidad política, social, espiritual. Tal vez por eso Simón Bolívar, siempre brillante ciudadano y líder indiscutible, consideró el título de Libertador como el más grande de todos los que se podría recibir. Sin duda alguna, pienso yo, al parafrasearlo.
El drama actual de Venezuela comienza con la desmembración de la nación, segregados algunos por decisión personal y allí incluyo a la diáspora que se marchó ahíta del desencanto y a los que quedaron acá, pero se toman como resignados a lo que hay y a lo que puede seguir siendo.
Se fueron muchos de los coterráneos, apartándose de la comunidad que somos y éramos y seremos a pesar de todo; se individualizaron, se declararon en supervivencia pura y simple otros y parte de ellos, se mimetizaron con los que se asociaron al régimen o se hicieron zombis conscientes o inconscientes simplemente.
Empero lo anotado, quiero insistir para llegar al propósito de este modestísimo artículo, con precisiones conceptuales que considero importantísimas. La primera es admitir que existe y tengo consciencia de la singularidad de cada ser humano, pero, ya la noción de ciudadanía o la asunción de persona digna desbordan ese perfil y si bien la autonomía es lo propio de esa individualización que se pretende distintiva, no es menos cierto que detentar otra condición o cualidad, exige una decisión transformadora.
Ese tránsito entre el yo y el nosotros adquiere para la liberación una notable significación. En efecto; el ser que somos no puede ser dividido entre mi yo y mi pertenencia a una comunidad o a varias concomitantemente.
No seré yo libre si mi entorno existencial no lo es. Y la empresa de la liberación, por así llamarla, no puede completarse sino en su complejidad e integralidad. No seré libre si no lo somos todos.
Cuando se habla de daño antropológico, se apunta, pienso yo, en esa dirección. La pobreza espiritual y material que alcanza a los cubanos y, por cierto, a muchos venezolanos ya afecta al ser del colectivo primero y a la generación que desde ellos resulta. Es un mal de todos, aunque algunos no se exhiban con esa sintomatología de vaciamiento espiritual, deontológico, axiológico, cultural.
La liberación es un acto, un producto, una realización del “homo politikon” y debe entonces entenderse que reclama, invoca, convoca, a tantos del todo como sea posible asociar a cada uno. En alguna forma también debe tener lugar una liberación antropológica.
Entretanto; me detendré mejor en una reflexión congruente con lo escrito. Se trata de advertir que la liberación es, entonces, una acción del pueblo en la que contribuimos y nos beneficiamos de una realización de la nación que como nos enseñó Sieyès es indivisible. Es soberanía; es una conducta del organismo político que, sin embargo, ha de involucrar para su sustentabilidad al espectro societario, sin discriminación.
Encuentro leyendo a Agamben, una elucidación que es más que heurística. El italiano, siempre genial, explica que pueblo implica en el lenguaje contemporáneo, no solo al cuerpo político sino a ese sector de la sociedad menos favorecido, más vulnerable, menos provisto de aquello que necesitamos para vivir, son los excluidos de la política. El pueblo son los pobres en muchos idiomas y en el discurso más frecuente en Occidente. Y la aporofobia estuvo y está allí latiendo, para segregar a unos y para requerir de otros, comportamientos consecuentes con la perspectiva de ese movimiento que implica asumir la liberación en ambas categorías de esa noción de pueblo. (Agamben, Giorgio, La doble identité du peuple, 11 de febrero de 1995, Liberation).
No se requiere otra empatía para encarar al constructo liberación, aun en su laberinto y en sus trémulas aporías, que ha de ser lo que somos y ello incluye entonces, en virtud de la alteridad que está implícita en la humanidad.
El pasado domingo en ocasión de la misa a la que asistí, escuché en la homilía al sacerdote glosar al pasaje del evangelio que no resisto el impulso de reproducir textual:
“En aquel tiempo, se levantó un maestro de la ley y preguntó a Jesús para ponerlo a prueba:
«Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?».
Él le dijo:
«¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?».
El respondió:
«“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza” y con toda tu mente. Y “a tu prójimo como a ti mismo”».
Él le dijo:
«Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida».
Pero el maestro de la ley, queriendo justificarse, dijo a Jesús:
«¿Y quién es mi prójimo?».
Respondió Jesús diciendo:
«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó a donde estaba él y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”. ¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?».
Él dijo:
«El que practicó la misericordia con él».
Jesús le dijo:
«Anda y haz tú lo mismo».
Estamos insertos en una cristogénesis, como diría Pierre Teilhard De Chardin. Se me antoja que es similar su explicación a la que dio el prelado; amar a Dios tiene una primera parte que nos presenta ante Dios con amor y acatamiento, pero tiene una práctica que se llama caridad. Es progresivo, evolutivo, coherente y se puede llamar, laborar por el bien común.
El samaritano no preguntó ni consideró que el victimado agredido fuera o no como él e incluso, siendo judío y como tal un probable enemigo; vio a un hombre y lo atendió en la emergencia crítica, lavándolo y curándolo, pero luego, veló por su completa recuperación con el posadero que lo recibió; al que dejó claro que era su responsabilidad.
No puede amarse a Dios si no se ama al prójimo y no podemos liberarnos si no compartimos y nos responsabilizamos de la liberación de los otros.
Hay en todo esto una moraleja; en cada relato de vida, cada día, en muchos encuentros con nuestro prójimo que lo demanda. Nunca terminaremos de liberarnos mientras haya en nuestro pueblo un oprimido.
La ética del ciudadano consiste en la búsqueda del equilibrio social armonioso desde la política y, para toda la sociedad. No puede haber orden sin justicia; ni paz, ni felicidad, ni liberación, ni salvación
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