A propósito del Día de la Juventud este 12 febrero, lloro con Rubén Dario «juventud divino tesoro, ya te vas para no volver, cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer», y vayamos a lo generacional.
El siglo XX venezolano se iniciaría con la instauración de una dictadura por largos 35 años y la irrupción de la explotación de la riqueza petrolera, con el sentido de enriquecimientos personales al servicio de un salvaje imperialismo, que arrasaría durante ese tiempo, el ingreso del país al siglo XX, al buen decir del humanista Mariano Picón Salas y sin duda, a una generación de universitarios que se declararían en fiesta, recabando fondos para una casa, que albergaría a estudiantes que no podían pagar su residencia. Esto incluyó discursos ante el Panteón Nacional que guarda los restos del Libertador, coronar su Reina con el poema del estudiante tocuyano Pío Tamayo, que la comparó con la libertad y otras intervenciones que hirieron a la dictadura, mandándoles a la cárcel con el rechazo de un pueblo sumiso, ya hastiado de la dictadura que fallecería 7 años después de aquel renacimiento libertario, el 17 de diciembre de 1935.
A partir de entonces, Venezuela será otra y con motivo del 50 aniversario de los sucesos de febrero a octubre de 1928, el jesuita Arturo Sosa A. consideró a esa generación como un “símbolo de las ideas libertarias en Venezuela”, porque allí surgiría un proyecto y agrega: «Hay un elemento común positivo, un proyecto unificador de este grupo, una idea del sistema que debe implantarse en Venezuela: ese proyecto puede caracterizarse como el proyecto democrático-burgués de raíces liberales que se fue imponiendo en el país a partir de 1936» (Revista SIC, 1978). Ese proyecto se conoce como “Plan de Barranquilla”. Lo demás es el corolario de la historia.
No hay que ir tan lejos ni tan cerca del tema generacional. Está inscrito en la Biblia y en nuestra contemporaneidad, el filósofo español José Ortega y Gasset escribió sobre un ensayo, que inspiró a la generación venezolana de 1928, definiéndola como una «sensibilidad vital» aunada con sus conciencias, principios e ideales que se ponen de manifiesto a los 15 años y se complementan a los 30, desarrollándose a los 45.
Un ejemplo de esa vitalidad fue Rómulo Betancourt, que a sus 20 años impresionó a sus compañeros universitarios con su discurso en el teatro Rivoli de Caracas que desarrollaría en 1931 con el proyecto de una nueva Venezuela, conocido como «Plan de Barranquilla», que ejecutaría entre 1945-1948 y la primera Constitución Democrática de la República junto a sus compañeros quinceañeros, adolescentes y adultos.
De aceptar la tesis de Ortega y Gasset cada 15 años de la vitalidad, debe producirse una crisis histórica y remitámonos a 1810, 1811, 1819, 1821, 1830, son los jóvenes de 15, 30 y 40 años los que construyen la República y los de 1928, 1936, 1945 y 1958, edificadores de la democracia, frustrada con la guerrilla comunista cubana de 1960, y traicionada por sus beneficiarios, porque la generación de las últimas décadas del siglo XX, la universitaria de los ochenta que hoy gobierna, al decir de su rector Edmundo Chirinos «es una generación boba», sin rumbo. La educación televisiva y de Twitter va a acabar de embobarlos.
Son seres como vegetales y las primeras del XXI es la del Diente roto, el profético cuento de Pedro Emilio Coll, que habla del granuja de 1907, hoy delincuente político corrupto y narcotraficante. Juan Peña es el personaje que recibiría una paliza de la que no se recuperaría:»Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornose en callado y tranquilo». Recorriendo sus padres a un médico que diagnostico que «Juan sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez (… ) Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía, distraído con su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto, sin pensar. Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y «profundo», y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el diente roto-sin pensar (…) Pasaron meses y años, y Juan Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser coronado presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua».
El Diente roto de Juan Peña es la generación venezolana de estos 23 años del siglo XXI.
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