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De instituciones e individuos: el insoportable cinismo de la autoridad

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El gobierno ha hecho cosas buenas. Lo que necesita el gobierno es comunicar mejor. Muchas de las cosas que se han hecho no las reciben del gobierno de Duque, sino como algo institucional”. Álvaro Uribe

Las instituciones políticas y sus titulares configuran relaciones que a veces resultan difíciles de deslindar. En una cultura que tiene como predicamento el refrán de que “el hábito hace al monje”, la institución, en cuanto conjunto de reglas tanto formales como informales, que ampara la actuación de sus máximos responsables tiene una relevancia nada desdeñable. Sin embargo, no por ello los individuos al frente de ellas son muñecos sin capacidad alguna para dibujar las líneas de su ejercicio. Ambos definen pasos decisivos que traen consigo consecuencias no solo en el ámbito material sino también en el simbólico.

Esto es así, por ejemplo, en la transferencia de valores y de pautas de comportamiento mediante procesos ejemplificadores, algo que es inherente al desarrollo de la humanidad y que cobra hoy una dinámica acelerada insólita por mor de la velocidad y por la amplitud a la que llegan al público contendidos con noticias o entretenimiento. En pocas semanas, la visualización de una serie de indudable éxito como es The Crown o las circunstancias que rodean la vida del rey emérito español lejos del país, Juan Carlos I, no solo han disparado una toma de conciencia que es crítica con la institución monárquica, sino que, unidas al atrabiliario comportamiento del inquilino de la Casa Blanca hasta hace unos días, han despertado una reflexión sobre el necesario carácter modélico que debe impulsar la relación biunívoca entre líderes e instituciones.

Frente al caso del continuismo monárquico transmitido por la herencia, una práctica que hoy tiene cierto componente exotérico, además de su insólito carácter de privilegio, la institución de la reelección, cuando se torna ilimitada y con escasos mecanismos de control, adquiere asimismo un irritante carácter por el abuso y la arbitrariedad que suele conllevar. Los ejemplos de Venezuela y de Nicaragua constituyen una evidencia. En sendas circunstancias las instituciones que las amparan responden a procesos históricos concretos y a la expansión de modelos que adquieren reputación en determinados momentos. En España, la transición asentó una forma impuesta por el dictador inserta en un paquete global democratizante que fue bastante funcional. En efecto, la monarquía tuvo éxito en términos institucionales no tanto por su poder moderador como por evitar el siempre arriesgado proceso que hubiera supuesto una elección presidencial basada en una lógica “suma cero” por la que el ganador se llevara todo. En un país con los demonios de la guerra civil entonces todavía sueltos esa situación habría contribuido a un aumento insoportable de la polarización.

Ahora bien, en ambos escenarios, la yuxtaposición de quienes ejercen el cargo con las propias reglas que lo articulan producen en su quehacer efectos con indudables consecuencias en las sociedades que pasivamente los reciben. Las leyes y los usos pueden canalizar en gran medida sus actuaciones, pero siempre queda un resquicio no reglado sujeto a la discrecionalidad del mandatario. La decisión de participar en una cacería africana en un momento de fuerte recesión económica y con una opinión pública sensible ante la propia práctica de la caza, o la recepción de comisiones por intermediar en negocios de compañías nacionales son comportamientos inadecuados y delictivos que una sociedad madura difícilmente puede tolerar. Al abuso del monarca se une la falta de profesionalidad de su entorno que evite el desmán o, incluso peor, la ausencia de mecanismos previsores de tal desempeño.

Nayib Bukele, el actual presidente salvadoreño que va camino de obtener un apoyo mayoritario en la Asamblea Legislativa de su país en las elecciones que se celebrarán dentro de unas semanas, acaba de afirmar, contra toda la evidencia empírica, así como frente al consenso de la sociedad internacional, que los acuerdos de paz que pusieron fin al sangriento conflicto que asoló al país especialmente en la década de 1980 con un saldo de más de 75.000 muertos fueron “una farsa”, un “negocio de élites” y “un pacto entre corruptos”. Según Bukele, en un ejercicio cínico de manejo trastocado de lo acontecido, “no representaron ninguna mejora para la población en sus derechos más básicos (trayendo consigo) el inicio de una etapa de mayor corrupción y exclusión social y el enriquecimiento de manera fraudulenta de los mismos sectores firmantes de los acuerdos”.

En Paraguay, una jueza ha enviado a prisión a uno de los principales líderes de la oposición, Efraín Alegre, imputado por la producción de facturas que no se corresponden con gastos reales en relación con la campaña electoral de 2018 en que fue candidato presidencial liberal, aun cuando la propia ley electoral señala claramente que ningún candidato puede ser administrador de fondo alguno. Aquellos comicios dieron el triunfo por un estrecho margen al sempiterno partido colorado en la figura del hijo del principal válido del dictador Stroessner. La observación internacional entonces cuestionó el resultado.

Estas situaciones marcan tendencias definidas por una forma de actuar en la que imperan la deshonestidad y el nulo sentido de la ejemplaridad en una perversa combinación entre el desempeño institucional y la actuación individual. La ausencia de una ética tanto de la responsabilidad como de la convicción es palmaria. Es también preocupante puesto que se contribuye a la extensión del cinismo como pauta de conducta, así como al menosprecio de una autoridad que pierde su capacidad de ejercer liderazgo y al descrédito del funcionamiento de las instituciones. Todo lo cual alimenta la desconfianza y cierto tipo de anomia política con la consiguiente debilidad de la democracia fatigada.


Manuel Alcántara es catedrático y profesor de Ciencia Política de la Universidad de Salamanca y profesor de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín.

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