Los llamados ejércitos libertadores, peonadas nariceadas por hacendados y comerciantes —súbditos de la corona nacidos aquí y pisados por los de allá—, devenidas en fuerzas pretorianas formalmente estructuradas por decretos de chafarotes con pretensiones aristocráticas, son subproductos de una guerra civil transoceánica, y parecen comparsas de películas mexicanas de los años cuarenta y cincuenta del siglo XX.
Con tan pesado lastre ha sido harto azarosa la singladura republicana, y muy difícil el establecimiento en la región de democracias estables y duraderas. Una nación al borde de la zozobra o de un ataque de nervios, la nuestra, y otra sobreviviente de un naufragio electoral, Bolivia, proporcionan tela en abundancia para cortar. Y, a riesgo de llover sobre mojado y abusar de la paciencia del lector, procuraremos adentrarnos en el extraño mundo militar; una dimensión repleta de símbolos, alegorías y, sobre todo, cursilerías patrioteras o patoteras, invocadas cuando se requiere condimentar con sazón marcial el quítate tú pa’ ponerme yo.
En Iberoamérica la espada venció a la pluma, marginó al procerato civil y se forjó manu militari la historia republicana. Y por los vientos provenientes del sur y los originados en el corazón mismo de esta tierra de(s)gracia(da), los condecorados con reluciente quincallería pectoral difícilmente renuncien a las golosinas palaciegas. Ello compele a los negados a hacer el mandado, ciudadanos enculillados y disidentes de sofá, a invocar a los dioses de la guerra y encomendarles el trabajo sucio. A los oídos de esa desaprensiva «contra», el ruido de sables es música sublime. Pero comencemos por donde se debe y abordemos de entrada los asuntos concernientes al descontento de las mayorías, es decir, del país moralmente autorizado a reclamar la salida de Maduro.
A quienes apostaban al fracaso de las marchas y concentraciones organizadas a escala nacional el 16 de noviembre, no les desanimó perder su envite y doblaron sus posturas restándole importancia a las protestas estudiantiles del jueves 21, cuando esbozaba estas reflexiones. Y si la semana pasada acerté, anticipando el éxito de la convocatoria de Guaidó, a pesar del acoso, la censura, la desinformación y otros mecanismos de amedrentamiento instrumentados con perversa premeditación a fin de desmotivar a la gente, no tengo razones para cambiar ahora de parecer respecto a las acciones planificadas por el movimiento estudiantil: el cerco policial a la Ciudad Universitaria y la congregación de cadetes en Los Próceres para hacer bulto junto a pretendientes a títulos de consolación, dan fe del escaso apoyo juvenil al modo de dominación gestionado por Maduro, Cabello, Padrino & Co.; modelo anacrónico y blanco de la contestación por casi toda la sociedad venezolana.
Los muchachos no llegaron a Fuerte Tiuna, pero se las ingeniaron para entregar a la FANB un llamado a ponerse del lado de la carta magna y no apoyar más al régimen de facto. No es osado ni ocioso elucubrar respecto a una escalada de la rebeldía: el miércoles, por ejemplo, jubilados y pensionados con la piedra afuera levantaron su voz contra el petro, rechazaron la pretensión madurista de pagar aguinaldos con la mitad de una criptomoneda de juguete y, al grito de ¡queremos dólares!, se plantaron ante la Defensoría del Pueblo o del puesto. Encauzar el descontento in crescendo por la torrentera de la resistencia continuada es el desafío a afrontar por el presidente encargado y la Asamblea Nacional, predicando con el ejemplo, como San Juan Bautista en el desierto, donde contrariamente a lo prefigurado en la frase hecha, sí acudían creyentes —¡como arroz!, certifica el evangelio— a recibir las aguas purificadoras.
Los análisis en torno al 16N se volcaron a las analogías y diferencias entre esta jornada y la revuelta, con tufillo un pelín racista —nada debe ocultarse, aunque no nos guste—, contra la fraudulenta reelección de Evo Morales, circunstancia más bien aleatoria, pues el llamamiento a retomar nuestras calles con la consigna «Venezuela despierta» se hizo antes de comenzar la insurgencia boliviana, e incluso antes de estallar el «Caracazo» ecuatoriano y entrar en ebullición el clamor chileno por una constituyente —por ese camino no se va a Roma—.
Al margen del efecto contagio o de los símiles y contrastes detectados en los eventos mencionados por los augures del después, hay en ellos una constante de la cual dependen su evolución, estancamiento o desenlace: el factor castrense. Es una verdad incontestable: el poder en América Latina depende todavía de la voluntad de las fuerzas armadas. Por eso, sin importar su tumbao —izquierda, derecha o ni fu ni fa— los populismos privilegian a la oficialidad, colocándola donde hay, facilitándole el ñemeo y dispensándole tratamientos VIP.
En Bolivia, los beneficios y concesiones inherentes al fuero militar estuvieron lejos de equipararse a los de Venezuela. Por eso, Evo está en México haciéndose el yo no fui, mientras Nicolás continúa en el ajo; y, sin embargo, a juzgar por lo declarado al (re)aparecido José Vicente Rangel, no las tiene todas consigo y, al descartar la posibilidad de un bolivianazo en territorio nacional, reveló: «En los últimos meses hemos desmembrado, con participación propia de oficiales de nuestra Fuerza Armada, más de 47 intentos de captar oficiales para ponerlos al servicio de la estrategia de Colombia y de los gringos». Hay, según dijo, sin precisar número ni gradación, varios militares detenidos. A confesión de partes, relevo de pruebas reza un viejo axioma jurídico. Si son verídicos los datos suministrados por el usurpador en dubitativo sí, pero no, se pregunta uno ¿cómo puede, en su aproximación al castellano, afirmar taxativamente que «la Fuerza Armada venezolana no se va a arrodillar más nunca a los gringos, ni se va a poner más nunca al servicio de la oligarquía de este país»? ¿No es pedirles peras al olmo a quienes por más de 20 años han respondido aquiescentemente a las exigencias de lealtad, no al manoseado trapo tricolor, sino a una satrapía corrupta vinculada a la internacional del narcotráfico?
Tal vez haya llegado la hora de apagar en los cuarteles los rojos bombillos de burdel y encender la luz de la institucionalidad. Y de la urbanidad. Es indispensable hominizar los mandos y prescindir de gorilas y cuadrumanos de mediocre desempeño académico, situados no precisamente en los primeros lugares de sus promociones, y empoderados por la gracia de Chávez o los caprichos de Maduro en posiciones burocráticas ajenas a su pobre know how. Y el colmo llega con el nombramiento hecho por el cavernícola del mazo y anuencia, presumo, del metrobusero, de José Gregorio Vielma Mora, militar en retiro destronado del espurio virreinato tachirense, como vicepresidente de Asuntos Religiosos. ¡Hurra por el tocayo del Siervo de Dios!
Durante la denostada cuarta república hubo militares en puestos claves de la administración pública. No por sus caras bonitas o popularidad entre la soldadesca, sino por su capacidad gerencial. El general Rafael Alfonzo Ravard, ingeniero y profesor universitario, egresado de la UCV y posgraduado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts es, si no rara avis, sí emblemática excepción de la regla sintetizada por el apotegma zapatero a tus zapatos. Su ejemplar y sinérgico desempeño pudo de algún modo, conjeturo yo, ser inspiración para invitar a la sociedad civil a participar en los cursos y cursillos del Instituto de Altos Estudios de la Defensa Nacional, conocido con el acrónimo IAEDEN y ahora complicado con la denominación Gran Mariscal de Ayacucho Antonio José de Sucre. Tal alargamiento extramuros de su radio de influencia, permitió descifrar algunos de los insondables arcanos de una cofradía tan hermética cual la iglesia o la francmasonería. Mas con el advenimiento del santo redentor de Sabaneta, se instauró de nuevo el secretismo en su seno.
Únicamente connoisseurs y periodistas chismodateados o embaucados por fuentes generalmente tan bien informadas como enchufadas —Rocío San Miguel, Sebastiana Barráez, Nelson Bocaranda— se aventuran a escribir o declarar sobre «ese nido de alacranes donde de todos se sospecha». El resto de los mortales permanecemos en Babia —patria de los babiecas—, barruntando quiméricos escenarios porque… de ilusiones también se vive.
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