No sé a qué temo más, si al clan de los ecologistas radicales o a la devastación del mundo. Aunque filisteo en asuntos verdes, me he convertido en un climatoescéptico por culpa de Mark Alizart y sus breves ensayos reunidos en Golpe de estado climático (La Cebra, 2020). Mientras leía recordé de pronto a un amigo que, discutiendo sobre el clima -ahora todos tienen su opinión-, defendía la energía nuclear como una de las más limpias. Yo pensé en decir que sí hasta que no se desmadre como Chernobyl, pero no dije nada porque una amiga común, que oía espantada, se adelantó. Mi amigo recordó que Francia construirá nuevas centrales nucleares para garantizar su “independencia energética” y combatir el “cambio climático”. Con este recordatorio, terminó la disputa. Dos días después les envié la noticia de que Alemania reiniciaba sus plantas de carbón. Por cierto, una de las palabras favoritas de Alizart es “carbofascismo”. También pensé en la mueca iracunda de Greta Thunberg con este aviso y en la serie alemana Dark, de los esposos Baran bo Odar y Jantje Friese, e imaginé que escapaba a tiempos remotos por alguna cueva radioactiva y me salvaba de todo este lío.
De seguir el envalentonamiento progre de estos tiempos posmodernos, el discurso ecosocialista, de redención climática, podría mutar pronto a una neolengua totalitaria. No creo que sea casual la cita de Thanos (Avengers: Infinity Wars) como reencarnación del malthusianismo: la aniquilación de la mitad de la población del planeta para reiniciarlo. “El Estado soy yo”, diría Thanos, como rey absolutista frente a una corte que representa la maldad pura que habría que eliminar sin miramientos porque, además, el problema climático es un negocio redondo. Dice Alizart: “La izquierda de hoy comete un error creyendo que el desajuste climático no es más que una consecuencia del capitalismo, cuando precisamente es la manera que encontró para perpetuarse”. El capitalismo del desastre. Si en esto estamos, cualquiera pensaría entonces que el covid 19 entró en circulación por sobreproducción de barbijos y gel antibacterial. Y habrá, pronto, quien oferte tormentas a la medida.
El clan de los ecologistas radicales exige repensar la idea superflua de libertad. Critica a los renuentes al barbijo, por ejemplo, porque se dicen coactados, pero a esos basta con un susto madre. Recuerdo que Agamben escribió, en La sopa de Wuhan (2020), que la limitación de la libertad es aceptada en nombre de un deseo de seguridad inducido.
Entre líneas, Golpe de estado climático deja ver el “miedo inducido” que va debajo de las mangas de los ecosocialistas, justificados por un bien mayor: salvar la Tierra. Versión posmoderna del Edén. Resetear para reingresar al paraíso. Pienso en los miles de videos de animales salvajes invadiendo ciudades confinadas. Y no sé si caimanes paseantes en los pasillos de la Universidad del Zulia sea una imagen edénica, pero también serviría como escena distópica. El horror y la belleza van de la mano. La crueldad es inmanente a la naturaleza. Alizart cita a Razmig Keucheyan con razón, pues la izquierda radical no cree en las “almas bellas” y la naturaleza no es más que otro campo de batalla. Hasta de lucha de clases. Pero si no se cree en “almas bellas” cómo construyen la “economía humana”, calco de la naturaleza idealizada, a la que aspiran. Una economía que es “comunismo cósmico” que supera capitalismo y sovietismo. El discurso ecosocialista es retórica religiosa. Y, bien usado, puede hacer ganar cantidad de elecciones, pero no salvará al planeta de nada.
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