OPINIÓN

De gallos y batallas culturales

por Raúl Mayoral Raúl Mayoral

El primer caso de corrección política lo protagonizó Simón Pedro negando tres veces antes de cantar el gallo ser discípulo de un Maestro de Galilea condenado a la crucifixión. Hoy, nada nuevo bajo el sol: los cristianos continuamos expuestos a la presión de esa manufactura de fabricación totalitaria. Los osados que optan por la incorrección resultan cancelados. La mayoría de los creyentes prefiere, por complejo o cobardía, negar como el apóstol o permanecer en la indiferencia. Salvo ese episodio negacionista, nunca el cristianismo ha callado. El deber es recordar su mensaje allí donde es olvidado o desconocido. La fe es despertador y no adormidera.

Aunque más actual que el periódico de la mañana, el Evangelio no goza hoy de buena prensa. El eclipse de Dios anula también a la grey católica en un mundo anegado por el nihilismo, desinteresado por el qué y el cómo. Somos ciudadanos y, simultáneamente, creyentes y no debemos dislocar una condición de la otra. Al contrario, asumiendo la coherencia entre ambas, nuestra aportación resulta valiosa en sociedades actuales, desfondadas por la desesperanza y la soledad, y subyugadas por el abuso tecnológico, en las que el hombre se apresura a proclamar sus deseos como si fueran derechos, sus antojos como si fueran normas. Debemos practicar nuestra viva voluntad de esclarecer bien las cosas, dando a cada una el lugar que le corresponda, tanto en la vida como en el pensamiento. De establecer un sistema de principios y convicciones, una propuesta de paz y caridad a fin de enfocar la convivencia y argumentar en consecuencia. Debemos, sí, librar un combate sobre ideas, una batalla cultural, sin olvidar que hay entablada otra pugna entre el Bien y el Mal, entre la verdad y la mentira.

Como gran capitán de la lucha espiritual, Fray Luis de Granada propone una provechosa regla militar para las contiendas de la inteligencia: «No basta alegar todas las razones que hay para justificar una causa si no se deshacen las de la parte contraria». No rechazar ambigüedades es claudicación. A la vez que se desmontan los grilletes de la mentira, se va liberando la verdad. Extinguiendo la tiranía, nace la libertad. Es el de la verdad y la libertad los verdaderos problemas presentes. Y no se resuelven tergiversando la realidad con posverdad o saltándose a la torera ley y orden, sino que la solución se halla en el interior del hombre. En toda actividad humana falta la fuerza interior, la espiritual. Para nosotros, lo ausente es Dios, fuente de verdad y libertad. Lo dijo León Bloy: «la inefable libertad del hombre no es más que el respeto que Dios nos tiene».

Durante siglos el catolicismo emprendió grandes batallas espirituales y culturales. Aún resuenan los fragores de disputas teológicas decisivas en la definición de la doctrina frente a las heterodoxias. El siglo IX presencia cómo la Iglesia pierde casi todo el Oriente con tal de salvar la pureza del dogma. El siglo XVI es testigo de una nueva cruzada en Trento, que derivaría en otra patente liza cultural alumbrando el barroco para certificar el triunfo, no sólo sobre la Reforma protestante, también sobre la sobriedad calvinista en el arte. Choque cultural el que acomete la Iglesia católica contra la Ilustración y su razón divinizada, al objeto de restaurar conciencia y cultura cristianas ante los estragos provocados por un enaltecido utilitarismo y por un desalmado paganismo. Espoleados por el Movimiento de Oxford, los católicos ingleses se enfrentan también culturalmente al anglicanismo británico de exacerbado componente nacionalista («Ser británico es ser anglicano»). Asimismo, los católicos franceses del Movimiento Esprit contendieron intelectualmente contra aquel desorden establecido paralelo a la crisis de la civilización contemporánea comprometiendo valores espirituales. Por entonces, Günter Gründel en su obra La misión de la joven generación maneja conceptos espirituales: «La rebelión de la vida frente a la tiranía de la materia; la caída de Lucifer: he aquí el sentido de nuestro siglo». No menos espiritual es la lucha protagonizada por la Iglesia católica contra el paganismo nazi. Finalmente, el púlpito fue también el coso donde se batió la jerarquía católica de más allá del Telón de Acero contra el ateísmo de la hoz y el martillo.

Sí, los católicos somos combatientes en dar la batalla espiritual y, por ende, la cultural. Con ese saber penetrante y claro sobre las cosas del mundo que poseen sólo los que viven fuera de él. No es experiencia, sino vaticinio. Acaso santidad. Pero en ocasiones no comparecimos en el palenque. Ante los desgarros del Mayo francés del 68, serán intelectuales no creyentes de mirada limpia quienes bajaron a la arena. ¿Nos da miedo Gramsci? Toca de nuevo bregar. Los Juegos Olímpicos de París demuestran que la incomparecencia ya no es opción. Andrè Gide sostenía que «la cultura trabaja por la emancipación del espíritu y no para su servidumbre». La fe no sólo debe propagarse. Exige, además, no esconderse. No neguemos como Pedro antes de cantar el gallo. Esa es nuestra batalla. Si combatiéramos en ella, otro gallo cantaría.


Artículo publicado en el diario La Razón de España