Consagra la Iglesia este domingo a la memoria de Santa Isabel. No sabemos exactamente a cuál: pasan de 30 las Chabelas canonizadas y beatificadas. Iñaki de Errandonea, S. J., alter ego de Miguel Otero Silva, consigue en Las celestiales una cuarteta dedicada a una de ellas: «Santa Isabel de Aragón/es tan humilde y sencilla, /que, entre morcilla y jamón, /se queda con la morcilla». De esta copla, y a los fines del sendero a transitar en estas líneas, prefigurado antes de pergeñarlas, interesa el oscuro y sanguíneo embutido de origen incierto, porque frecuenta versos de rima fácil en metafórica alusión al miembro viril de mil maneras nombrado. Y no se alarme el lector. No pretendo dictar cátedra de lenguaje y aún menos de sexología; quiero, sí, referirme someramente al simbolismo priápico y, a manera de ilustración evoco versos de una paródica y anónima adaptación del Don Juan Tenorio de José Zorrilla —«¿No es verdad ángel de amor/que, en esta apartada orilla, te comiste mi morcilla/ sin recato ni rubor?»—, vinculados por asociación de ideas, a la reacción popular ante un monumento a la Batalla de Carabobo, ¡otro más!, inaugurado recientemente e inspirado, Maduro dixit, en la espada de Bolívar, dando continuidad a la vindicación y adoración del dios Príapo, iniciadas con el mamotreto de Farruco Sesto destinado, según se difundió y no se cumplió, a alojar la osamenta del Libertador profanada por Chávez en necropsia televisada y, no faltaría más, a fungir de morada definitiva del improvisado patólogo. A juicio de Nicanor Parra, «un mausoleo es llana y sencillamente un símbolo fálico». Así lo sostiene el antipoeta austral en un poema titulado “Sigmund Freud” contenido en su Obra Gruesa.
Una notable erección urbana, inherente al culto a la impúdica deidad grecorromana de la fertilidad, tuvo lugar en la plaza El Venezolano de Caracas. Con la complicidad de Instituto de Patrimonio Cultural, Farruco Sesto —¿dónde andará el arquitecto favorito del comandante?— y su pandilla de aparejadores levantaron una suerte de obelisco de 47 metros de altura sobre una base de 2,4 m2 y, para rizar el rizo, lo pintaron color prepucio, una tonalidad de rojo ajena a la especificada en el manual de estilo bolivariano. Y en algún momento, en el techo de la siniestrada y no sé si al fin restaurada Torre Este de Parque Central, se colocó un elemento de 45 metros de alto, delirante figuración del muy regalado (a Mugabe le obsequiaron dos) y puteadísimo sable de Simón Antonio, cuya iluminación refleja el amarillo, azul y rojo de la bandera mirandina —las espadas, lanzas, floretes, puñales, y, ¡claro!, el machete, son platónicas representaciones del pene, vulgo cipote—. Y dejemos la morcilla de ese tamaño, porque a otros asuntos menos escabrosos y de mayor relevancia debemos prestar atención.
Hoy es 4 de julio, día de júbilo y grandiosos festejos en el norte. Se cumplen 245 años de la firma del acta de independencia de Estados Unidos, suscrita por los representantes de las 13 colonias británicas de la costa este de Norteamérica —The Unanimous Declaration of the Thirteen United States of America—. De su admirable texto, atribuido sin vestigios de duda a la pluma de Thomas Jefferson, se tiene entre las frases más conocidas del idioma inglés el siguiente fragmento: «Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». De acuerdo con el premio Pulitzer Joseph John Ellis, autor de Founding Brothers: The Revolutionary Generation (2000) y Revolutionary Summer: The Birth of American Independence (2013), esas palabras son «las más potentes y consecuentes de la historia estadounidense».
Para exaltar el acto de nacimiento nacional, los gringos y las gringas, cual despectivamente y en deplorable lenguaje inclusivo (deformación del idioma, a entender de Hélène Carrère, «secretario perpetuo», no secretaria ni perpetua, de la Academia Francesa fundada por Richelieu en 1635) llamarían Chávez, Maduro y sus seguidores a los habitantes de la más antigua de las democracias existentes, no escatimarán gastos en fuegos artificiales y, al final del largo domingo veraniego, los cielos septentrionales resplandecerán con un fastuoso espectáculo de luz y sonido debido al ingenio de quienes ahora les disputan su supremacía planetaria, los chinos. Happy 4th. of July!
Mañana, con las inevitables pompas y circunstancias inseparables del ¡un, dos, tres, izquierdo, izquierdo, izquierdo, derecho, izquierdo! de las marchas marciales, el régimen militar encabezado nominalmente por Nicolás Maduro hará suya la celebración del 5 de Julio, efeméride de afirmación ciudadana y raigambre civil; sin embargo, a fin de guardar algunas formas algo habrán de tirarle al parlamento de utilería y, por ello, en el Salón Elíptico del Capitolio Federal —allí se guarda, si no se la han robado, el Acta de Independencia de Venezuela— tal vez la írrita diputación nicochavista deba calarse la retórica chauvinista del ineludible discurso de orden, a cargo seguramente de un sobrevaluado charlatán o de un cagaversitos siniestro comprometido con la causa. Conviene un inciso para enfatizar el carácter cívico del acto fundacional de la República.
El viernes 5 de Julio de 1811 se reunió, en la capilla de Santa Rosa de Lima de Caracas, un congreso de diputados con la misión de concretar un proyecto de país soberano; a tal efecto, se encargó a dos civiles, Juan Germán Roscio, abogado guariqueño, hijo de un milanés y de una mestiza de La Victoria, y Francisco Isnardi, médico de origen gaditano o turinés, la redacción del acta de independencia de la Confederación Americana de Venezuela, ratificada el domingo 7. Gracias al pincel de Juan Lovera, conocemos los rostros de los padres de la nación independiente. Vestían levitas y no guerreras; sin embargo, uniformados recalcitrantes, empecinados en contar la historia desde su óptica maniquea y excluyente, se apropiaron indebidamente de los hitos fundacionales de Venezuela para confundir gimnasia y magnesia… o al revés. El 19 de Abril de 1810, así lo memorizamos en la escuela, la presión de la junta patriótica y la digitación de un cura chileno torcieron el brazo del capitán general Emparan, no una acción relámpago de soldados de un ejército de liberación. Nada de escaramuza bélica hubo aquel memorable Jueves Santo. Tampoco en la proclama emancipadora ensalzada con apolillado protocolo y ceremonial desfile cada 5 de Julio. Esta fecha fue el eje de una cruza de feria seudonacionalista y fiestas patronales, bautizada «Semana de la Patria» por Marcos Pérez Jiménez, quien para festejarla comme il faut hizo construir el Paseo Los Próceres, especie de Sambódromo idolátrico, escenario de maratónicos desfiles a extático paso de vencedores de oficiales y cadetes sable-falo o falo-sable en mano, y soldados luciendo camuflajes hollywoodenses, y alardeando de los juguetes sin repuestos suministrados por los perros de la guerra, transmitidos en abusiva cadena mediática y narrados con apoteósica cursilería en grave registro de solemnidad, a objeto de teñir de verde oliva la gesta libertaria. Las dos fiestas nacionales casi nos dejan sin aliento para ocuparnos de un par de asuntos de no poca monta, pero allí vamos.
El primero, Abdala, la vacuna cubana anticovid 19, llamada como un poema dramático de José Martí, escrito en 1869 expresamente para «la Patria». Inoculación patriótica, ¿no? Su adquisición y aplicación han sido objetadas con diversos y serios alegatos por organismos y entidades de reputada autoridad. Al respecto, transcribo titulares de la prensa independiente: Tal Cual: «Desde la Asociación de Investigadores del IVIC detallaron que este candidato vacunal llegó a Venezuela incluso antes de que las autoridades científicas de la isla y su agencia reguladora de medicamentos, el CecMed, lo aprobaran»; Correo del Caroní: «Centro Nacional de Bioética teme que vacunas de la OMS no se compren por traer la cubana»; La Patilla: «Presidente de la Academia Nacional de Medicina cuestionó dosis cubana: es la peor decisión»; El Nacional: «Academias denunciaron que aplicación de vacuna cubana Abdala es una violación de los principios éticos». No queremos echar más leña a la hoguera del rechazo a la farmacopea antillana, ¡cosa más grande!, pero la decisión de comprar un producto impugnado a un precio muy superior al de las fórmulas más acreditadas del programa Covax se parece demasiado a la prevaricación imputada al gobierno de Jair Bolsonaro, y pone de bulto un desaprensivo me sabe a soda con relación a la salud de los venezolanos.
El segundo, la promesa de eliminar, a partir del 21 de noviembre, la figura del «protector» impuesta por el chavismo, suerte de interventor en los estados en manos de la oposición. No se necesita ser muy suspicaz para inferir cuál es la motivación de la oferta madurista. Las autoridades electas en las votaciones pendientes serán convidados de piedra en el poder público, pues el metrobusero ha reiterado hasta la saciedad su intención de sovietizar y hasta camboyizar el país e implantar un modelo de dominación comunal, en el cual, a partir de su sumisión absoluta al líder muerto y al jefe vivo, los jemeres nicochavistas escenificarán tumultuarias asambleas donde las decisiones se tomarán con la señal de costumbre —este mecanismo de mano alzada acabará con el voto secreto y, seguramente, abundarán las pintadas de palomas a diestra y siniestra—, a espaldas de gobernaciones, alcaldías, cabildos y consejos legislativos. Pende sobre nuestras cabezas la espada de Damocles del poder popular; un poder tutelado por el ilícito jefe de Estado omnipotente y pudiente, quien coordinará, evaluará y supervisará, veto incluido, los consejos comunales y sus actuaciones, les proveerá de los recursos técnicos y materiales necesarios para su funcionamiento, y seleccionará a dedo y capricho a sus integrantes. Los protectores, condones o suspensorios ya no tendrán razón de ser. Tampoco tiene razón de ser continuar creyendo en pajaritas encintas y, por ello, de abrupto modo me despido sin decir adiós sino ¡hasta el domingo venidero! Nos vemos.