La literatura suele crear una visión la mayoría de las veces incómoda sobre las obsesiones colectivas. Desde la belleza hasta la juventud, el sexo y la muerte, los grandes temas intelectuales encuentran en la palabra una perspectiva novedosa, pero, sobre todo, una dimensión por completo nueva de las implicaciones del individuo como reflejo de la cultura a la que pertenece. Una y otra vez, la escritura no sólo reflexiona sobre la identidad de la época y sus implicaciones sociales y éticas, sino también sobre la profundidad de sus perversiones. Una combinación que crea un reflejo incómodo sobre lo que somos y, sobre todo, lo que asumimos como noción existencialista.
La novela Lolita de Vladimir Nabokov es un buen ejemplo —quizás el más inmediato y evidente— sobre esa percepción de la literatura como puerta abierta hacia la reflexión cultural. Eso, a pesar de la polémica que suscita y sobre todo, el durísimo análisis acerca de la naturaleza humana. No es un libro sencillo ni intenta serlo: es de hecho, es una obra en la que el lector debe decidir que creer, que asumir y que lamentar. Nabokov medita sobre los dolores y tragedias contemporáneas desde la ambivalencia, un erotismo que roza lo morboso — y lo sobrepasa la mayoría de las veces — y sobre todo, esa predilección del autor por la trasgresión creada a partir de lo morboso. La historia de la nínfula inquietante siempre parece a mitad de camino entre el horror y la intriga. Una visión profunda al deseo marginal, al que se teme, pero evoca esa región oscura de la mente y nuestra concepción del mundo.
Por supuesto Lolita tuvo que enfrentarse al puritanismo y a la crítica para lograr su publicación. Y es justo esa travesía en medio del escándalo lo que brinda un aire casi trágico a su trascendencia. Es una historia escandalosa, eso no lo duda nadie, pero más allá de eso, Lolita tiene la cualidad de obligar al lector a un cuestionamiento casi involuntario, incluso doloroso. Nabokov no brinda concesiones: lo que se cuenta trasciende la mera palabra, se hace una idea casi seductora. El autor siente un enorme respeto hacia las historias: lo que leemos es lo que pudo imaginar, el mundo que creó para que sus personajes lo habitaran, en su inocencia o crueldad. Pero no brinda una opinión ni tampoco hacer menos crudo y directo el planteamiento. De hecho, es esa sordidez de lo intelectual —ese cuestionamiento duro y puro— lo que hace creíble, dura e incluso comprensible. El lector se convierte en un testigo involuntario —casi un cómplice silencioso— que aceptar, casi por las buenas, las motivaciones de ese Humbert Humbert, retorcido y tan humano. Y para una sociedad hipócrita, esa ausencia de señalamiento y opinión necesita un juicio de valor, una censura, una moraleja. Necesita ser reprobable, que la odiemos un poco, que podamos señalar el pecado y lamentarnos de su existencia para hacerla soportable. Pero Nabokov se resiste a brindar esa última absolución: Lolita solo cuenta, no juzga, tampoco se mira a sí misma como una lección que se aprende, como una transgresión moral. Eso lo que irrita, preocupa quizá. Subyuga, sin duda.
Como narración, la novela Lolita parece crear una visión sobre el bien y el mal que se sostiene bajo las múltiples interpretaciones del relato que cuenta. Se trata del retrato de un pedófilo, obsesionado con sus propios demonios y que encuentra en la pequeña Dolores Haze el símbolo del deseo. Pero también, de la historia de una niña corrompida que sobrevive a las paranoias de un pervertido. O puede ser la narración sobre los perversos placeres de la Lolita sádica que manipula y disfruta con el dolor de un hombre enfermo, inestable y destrozado por su propia incertidumbre. Incluso Lolita puede comprenderse como una historia de amor, entre dos extremos de una idea que se resquebraja a pedazos, el abismo que conduce al infierno, la seducción como panacea y respuesta, la autobiografía de un demente y un renacimiento en esa visión triste de la sexualidad como pérdida de la identidad. La novela puede comprenderse sobre todas esas perspectivas, el que tal vez que refleja esa oscuridad exquisita de la falibilidad de la naturaleza humana, en el temor que engendra toda debilidad.
Lolita obliga a reconocer que el arte puede estar por encima de la moral, más allá de toda ética y que existe para mostrar el mundo tal como es. O quizá ni siquiera eso: muy probablemente el gran mensaje de Lolita, en toda su gloria morbosa es justamente que el arte es solo el reflejo del temor de quien lo admira, le teme y lo critica. Quizás por eso, esta novela siempre asustará a los pusilánimes y provocará a los prejuiciosos: quien busque en sus páginas una lucha moral entre el bien y el mal o un esquema que poder llevarse consigo al levantar la vista y enfrentarse a la realidad, está mirando en el lugar equivocado.
Lolita, en el deseo y la imagen
En una ocasión, el director Stanley Kubrick admitió que le obsesionaba la belleza. No solo una mera obsesión estética, mucho menos algo tan banal como una satisfacción visual. Para Kubrick la simetría, el poder de la imagen formaba parte de un discurso elemental que era indivisible de lo que el cine crea y construye como historia. Y de esa belleza —el enunciado de lo estético como símbolo de algo más profundo— Kubrick encontró un mensaje perverso e inquietante que explotó en la mayor parte de su obra cinematográfica. Un único concepto en el que lo estético y lo narrativo se mezclan para crear algo más profundo y uniforme. Cual sea el caso, para Kubrick la imagen trascendía la simple herramienta estilística y mostraba una idea mucho más elaborada. Una historia en sí misma.
Muy probablemente por ese motivo, el director se obsesionó con la historia de la novela Lolita y la convirtió en una película que aún despierta controversia. Infravalorada y criticada desde todo punto de vista, la obra parece desafiar la visión convencional sobre el sexo, la moral y el dolor, de la misma manera en que Nabokov lo logró desde la versión literaria. No solo porque Kubrick —en esta ocasión fungiendo el doble oficio de guionista y director— crea una reinvención del clásico literario a su medida, con una osada reconstrucción de la trama en beneficio de su puesta en escena sino que además, la película carece del preciosismo estético del autor. Por supuesto, la estupenda fotografía, los encuadres impecables continúan siendo el sello de Kubrick en el metraje, pero el director, en una vuelta de tuerca que sorprendió a propios y extraños, parece más obsesionado por sugerir que mostrar, por ocultar que expresar. Probablemente la historia de Lolita con toda su carga de erotismo perverso haya representado para Kubrick una nueva obsesión: ese planteamiento que evade lo evidente y crea una nueva manera de expresarse, entre la sutileza y el disimulo.
Para el Kubrick maravillado por las múltiples interpretaciones de la obra de Nabokov nada parece ser sencillo: Ni la expresión formal del cine y mucho menos la experimentación con base en sus elementos formales. Mucho menos esa necesidad suya de utilizar el fotograma como vehículo de creación en estado puro. Por ese motivo, sus decisiones argumentales y narrativas en Lolita son parte de ese proceso creativo del autor en busca de identidad. Con un pulso preciso y una comprensión del lenguaje cinematográfico muy profunda, Kubrick intenta que esa cualidad inquietante de la novela de Nabokov brinde a su gemelo en celuloide verdadera sustancia. Pero lo hace a su manera, sin intentar que lo que muestra en pantalla sea una copia de la página del libro. Porque para el Kubrick director es sumamente importante que el cine —o su planteamiento— conserve su integridad, su construcción elocuente y su expresividad. A la vez, el Kubrick guionista intenta elaborar una narración sugerente, que permita sostener el suspenso incluso en una historia que la gran mayoría de su público conoce. Un logro en sí mismo.
Se ha criticado muchísimo esa visión dual de Kubrick en Lolita. Una buena parte del público se escandalizó por la manera cómo manipuló la historia de un libro considerado un clásico de origen y otra, le pareció innecesaria la revisión de una historia que posee una sustancia y peso propio. Pero por sorprendente que parezca, fue el propio Vladimir Nabokov, también acreditado como guionista de la película, quien no solo apoyó los cambios, sino que los consideró necesarios. En una ocasión, Nabokov llegó a decir que Kubrick. “Había comprendido la novela mejor que nadie” y que su manera de reconstruir el planteamiento literario, sin afectar su esencia y mucho menos el carácter de los personajes era “un triunfo de una profunda concepción artística”. Sin duda, todo un espaldarazo a Kubrick, quien obsesionado por la necesidad de llevar la narración al planteamiento de la imagen, se tomó no pocas libertades para lograrlo. Tan lejos llevó su intención, que se permitió incluir escenas de su propia invención entre las ya muy conocidas del libro, con lo que logró crear un ambiente psicológico intenso y mucho más poderoso del que podría haber logrado con la mera adaptación.
No obstante, como buen creador visual, las razones de Kubrick para reconstruir el guion a la medida de su planteamiento cinematográfico no son solo de índole técnico: también tenía por costumbre hacerlo para animar a sus actores a improvisar y a tomar riesgos histriónicos durante la filmación, lo cual brindaba un clima novedoso a sus muy estructurados guiones. En el caso de Lolita, Kubrick llevó su necesidad de experimentación incluso más allá: los actores parecen desarrollar una interacción tan íntima y fidedigna que desconcierta. Una complicidad sorprendente que elabora nuestros elementos al ya de por sí enrarecido clima de la novela. Kubrick manejó la identidad retorcida de la novela de Nabokov para interpretar una noción del erotismo sutil, pero aún así lo suficientemente directo como para levantar suspicacias. Se dice que la mayor parte de sus actores usaron la improvisación para crear un ambiente cada vez más cargado, una tensión irreductible que dotó a las escenas con un brillo desconocido. Un planteamiento del cine como reflejo de la vida real y en este caso, el doble reflejo que intenta sintetizar la voz literaria y la visión verídica en una sola imagen.
Para Kubrick, el misterio de Lolita no pareció consistir en lo que se muestra —lo evidente, lo llanamente procaz y perverso— sino en lo que se esconde, lo que el espectador puede percibir por momentos, ese otro paisaje que se dibuja en el trasfondo. Una sutileza donde Kubrick el obsesivo, triunfa en esa ambigüedad de lo que expresa a voz alta y lo que desea callar. Una dualidad que sin duda sostiene el discurso de la película y más allá el planteamiento de su director. Porque quizás el verdadero reto de Lolita no fue lograr ese delicadísimo equilibrio entre la luz y la sombra, la belleza y la obscenidad, sino permitir que la balanza se incline hacia un lado u otro a través de pequeños golpes de efectos. El misterio de lo que seduce o mejor dicho, el enigma que logra cautivar.
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