Eran tiempos en donde el dinero rendía. Duaca no escapaba del fervor decembrino de poder pintar la casa. Mi padre, Juan Bautista Cambero, llegó con los galones de color verde en una suerte de ritual. Siempre fue su tonalidad preferida a lo hora de darle un cambio de look al inmueble. Recuerdo que su compadre Antonio Lucena llevaba la escalera hasta la sala para comenzar con el arduo trabajo. Quitaba telarañas escondidas en las alturas de un pronunciado caballete. Con gran espíritu del detalle iba raspando la pintura vieja. Esas huellas de un año que necesitaban ser sustituidas por el reflejo de la proximidad de un nuevo calendario. En el piso se tenían que ubicar diarios viejos para que la pintura no dejara huellas en el cemento pulido. Colocar los periódicos en el piso era la contribución de los niños de la casa. Cuando picábamos la cabuya para sustraer del gran envoltorio el legajo de diarios me encontré con una edición aniversario de El Nacional. Era la primera vez que mis ojos infantiles se posaban en esta maravillosa experiencia del periodismo valiente. Conocía de su gran prestigio por conversaciones en casa de mi tía Flor María Cambero, una abnegada educadora que contaba con buenas colecciones literarias. Recuerdo que la edición la llevé hasta mi habitación. Tenía que salvarla a toda costa. No podía permitir que la pintura arruinara el rostro límpido de aquellas letras envueltas en erudición. Que fuera destruido después de cumplir un fin no cónsono con su indiscutible grandeza. Solo que desvié su destino para que no fuera al cesto de la basura. Dándole el rol de ser un impulso en mi interés de abrazar el amor por la lectura. Quedé impresionado con la grandeza de Miguel Otero Silva. Qué genio para hacer brillar el idioma de manera tan perfecta. También me cautivó el filósofo Juan Nuño. Y así pasé días leyendo textos que no entendía, pero me esforzaba. Me convertí en un celoso guardián de aquella excelente edición. Cuando necesitaban periódicos alrededor de la escalera corría al cuarto a meterlo debajo de la cama. No quería desprenderme de aquel tesoro. Entendía que allí estaba la visión de un país democrático que exteriorizaba sus inquietudes a través de aquella impresión. Que seguramente cada día renacería con nuevas inquietudes que no podía sino imaginar. En ese tiempo me hice miembro del periódico, un acto de amor tan grande que nuestras vidas se entrelazaron.

Hoy son ochenta años de nuevos desafíos. Una historia que marca el destino de Venezuela con una fuerza moral irrebatible. Su vida de azarosa marcha es el símbolo de la libertad. Desde el principio interpretó a la nación como ninguno. Como aquel niño larense sigo guardando su ejemplo para impedir que la jauría arruine su senda heroica.

@alecambero

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