Cuando un gobernante -o simplemente un hombre con mucho poder- decide poner sus manos sobre un cadáver está rompiendo no un límite sino fronteras que se tienen por inviolables. La línea roja que separa a los vivos de los muertos no es solo civilizatoria. También es extendidamente humana, profundamente social, poderosamente simbólica y política y, por supuesto, está vinculada, de forma ineludible y duradera, al designio de familiares, herederos y seres queridos, incluso a la comunidad a las que el muerto o los muertos pertenecían.
En los textos de las grandes religiones, en todas las culturas conocidas, las personas, al momento de morir, dejan de ser contingentes y se transforman en sujetos de culto y respeto, de memoria y fuente de legados. Así el cadáver -los cadáveres- se tornan intocables. Hay innumerables tradiciones y narraciones que, en el fondo, cuentan la misma historia: cuando un combatiente mata a su enemigo, hay un deber moral que le exige replegarse para que los dolientes del que acaba de perder la vida puedan retirar el cuerpo y darle la dignidad de una sepultura, antes de reiniciar el combate, si ese fuera el caso.
La intocabilidad del cadáver -a menos que se trate de gobernante canalla o de un hombre poderoso igualmente canalla- tiene un carácter universal: procede para propios y extraños, para los suyos y para los enemigos. El cadáver del enemigo ya no es un enemigo: es un hombre sin vida equivalente a otro hombre sin vida. Al perder la vida se incorpora a un ámbito separado de las disputas de los vivos, incluso cuando se trata de un jefe, de un líder, de cualquier ser humano especialmente significativo.
El cadáver -los restos humanos- de quien sea, héroe o no, adquieren un carácter sagrado. Los cadáveres -o lo que queda de ellos con el paso del tiempo- no se tocan. No se profanan. Se dejan en su lugar, a menos que sus herederos tengan buenas razones para decidir otra cosa. Quien viola ese precepto profana: envilece, degrada la sacralidad de los restos.
Al acometer sus acciones, el profanador envía un mensaje: lo puedo todo. No tengo límites. Estoy encima de las tradiciones, del tipo que sea. Al dar al traste con la sacralidad de los restos, hace una exhibición de su poder enorme, al tiempo que muestra su desdén por los dolientes o por los que rechazan su acción. Se muestra invulnerable. Inmune a los argumentos o ruegos de los herederos.
Si le sirve a sus fines, ordena: traigan los huesos; traigan a los forenses; traigan el traje hermético y bioseguro de mi talla; traigan el espejo-espejito-al-que-pueda-preguntar-quién-es-el-más; traigan reporteros y micrófonos; traigan a mis gacetilleros -muchos-; dispongan todo para mi entrada triunfal al salón de los cadáveres: las cámaras en su lugar; que ellas capturen mi rostro preocupado -por favor, que el maquillaje tenga el tono de la consternación-; que sea patente mi concentración absoluta en la ciencia forense; que nadie pueda obviar mi mirada escrutadora posarse sobre lo que está en camino de convertirse en polvo.
El 16 de julio de 2010, en horas de la madrugada, Hugo Chávez-narciso asistió al espectáculo creado por él, de exhumar los restos de Simón Bolívar. Previamente, hizo una campaña para justificar la protuberante arbitrariedad, según la cual Bolívar no había fallecido a consecuencia de una tuberculosis, sino que habría sido asesinado “por sus enemigos”.
Por casi 20 horas se extendió el show, cuya parte final fue transmitida en vivo para quien quisiera asomarse a ese acto incomprensible. ¿Y quién estaba allí, además de Chávez-narciso, entre los privilegiados testigos de aquella simulación forense? Ahhhhh: Tareck el Aissami, ahora hundido por sus cómplices del régimen, acusado de espionaje, traición a la patria y de haberse robado todo cuando encontró a su paso. El Aissami, de bata blanca y gorro, declaró entonces que se trataba de “un día de júbilo, parte del Bicentenario de nuestra Independencia”. En otras palabras: que la decisión de Chávez de profanar los restos de Bolívar le añadían nuevo valor histórico a la celebración bicentenaria.
Desde semanas antes, ante el país perplejo, Chávez-narciso hizo esfuerzos por levantar la atención ciudadana hacia su gesta. Historiadores y otros especialistas se pronunciaron entonces. La encendida polémica que se produjo entonces no tardó en disolverse. Ni siquiera su palabrerío a posteriori de la profanación, como por ejemplo cuando dijo: “Confieso que hemos llorado, hemos jurado, ese esqueleto glorioso tiene que ser Bolívar, pues puede sentirse su llamarada”, alcanzó mayor resonancia. Para su decepción, los aplausos recibidos por Chávez-narciso no se prolongaron: no había transcurrido ni una semana y ya el asunto había sido sepultado por la urgencia de otras noticias.
A Sánchez-narciso, el show le duró menos y las denuncias de que aquello no fue más que un espectáculo de arrancada de la campaña electoral no tardaron en saltar y poner las cosas en su lugar. Pero eso es solo una parte de la cuestión. Lo sustantivo es su mensaje de fondo: desempolvar el franquismo cada tanto, valerse de la siniestra Ley de Memoria Histórica para cruzar un nuevo límite: esta vez, meter las manos en los huesos del enemigo (porque eso también es medular, que eran huesos de miembros del llamado Bando Nacional), exhibirlos, mostrar que también el pasado está bajo su control, convertir la sala forense en otro escenario, en otro set mediático más, en el que desplegar su espejo y preguntar: espejo-espejito, ¿quién es el más?
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