Ciertamente, como dijo alguien cuyo nombre no atino a recordar en este preciso momento; si el paraíso realmente existiera, no cabe la menor duda de que tal estado edénico no podría concebirse más que en ese interín que conocemos desde siempre como la infancia. En 1972, yo debía tener algo así como 10 u 11 años y, de las brumosas pinceladas de mis recuerdos alcanzo a recuperar no pocos fragmentos de mi fluvial existencia infantojuvenil transcurrida en los enmarañados e intrincados laberintos del delirante y mágico mundo deltano-orinoquense. Por aquellos años de fervorosos descubrimientos de las más hondas e imperecederas improntas mnémicas; pues, natura no era algo que estaba fuera de mí como una extraña exterioridad qué pudiera venirme desde un algo extraño que me determinara o condicionara como una totalidad psico-socio-antropológica que se fuera configurando lenta y gradualmente en la medida que me iba humanizando como ser bio-cultural; sino, por el contrario, me sentía un ser vivo que se integraba y desenvolvía como parte integrada a una realidad ecosistémica donde no se distinguía lo social y no natural como dos compartimentos estancos. Al alba, con la tímida insinuación de los primeros rayos del sol ya me convertía en un animal fluvial de doradas escamas y audaces branquias que aleteaba ágil mente por entre los tupidos cardúmenes de peces que formaban ingentes colonias ictiográficas en tránsito hacia donde la marea pautara el rumbo. Efectivamente, no tenía conciencia histórica ni sociológico de mi lugar en el mundo de la formación económico-social qué transcurra allá a lo lejos en el vertiginoso tráfago de la vida citadina, de la inevitable ciudad donde transcurría el devenir civilizatorio representado por las móviles y evanescente mixturas socio-étnicas; los acentuados contrastes que exhibía en orden estratigráfico de la sociedad deltaica por aquellos años del pasado siglo.

Por las tardes me transformada en ave canora transfigurada y me posaba sobre las ramas frondosas y espesas del árbol de la vida; la mauritia flexuosa, y me daba a cantar y celebrar con inaudito alborozo la fiesta de los araguatos y de las polícromas guacamayas reunidas bajo la inmensa bóveda celeste en las postrimeras horas vespertinas del Delta agónico y profundo. Durante los intensos períodos lluviosos me transformaba en hermoso y altivo chigüire y me solazaba con las manadas de mis pares y gozaba de lo lindo comiendo y jugueteando entre los mosures pero mi hobby como Capibara o Carpincho era las más de las veces el de quedarme largas horas contemplando los incendios magnánimo de los cielos crepusculares del techo mandarina que cobijaba la infinita tela acuática de la maraña de espejos de agua que insistían en ser otros y el mismo simultáneamente. El río era siempre era el mismo y siempre distinto, cada batir de olas se multiplicaba con insistente vehemencia e iban, las olas quiero decir, estrellarse invariablemente contra los peñascos de barrancos arcillosos de las altas márgenes de las orillas del río. Haz de creerme por que me consta, yo mismo era un río mudable, efectivamente heraclíteo. Nadie que entrara en mí, quiero decir en mis cambiantes entrañas, podía salir siendo el mismo ni indemne. Sin dudas, yo hablaba una lengua cifrada en códigos indescifrables que, obviamente, no admitían descripción alguna. Mi lengua oscura y cristalina traducía un rumor antiguo de incomprensible tonalidades y cadencias de cambiantes insinuaciones fluvescentes.


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