Esta conversación ocurre en cualquier estación del Metro. Ha sido intervenida porque no tiene ningún fin objetivo o periodístico.
Entra una mujer mayor de 60 años y un hombre sentado se levanta para darle el puesto. Hay personas, hombres y mujeres, menores de esa edad sentadas que no prestan atención a lo que pasa alrededor. El Metro, extrañamente, está funcionando con normalidad: normalidad que significa retrasos leves, pequeñas olas de calor y uno que otro olor fisiológico. La anormalidad es que el volumen de gente sea enorme y el retraso parezca una broma de los operadores contra los usuarios.
Hombre: —¿A quiénes nos educaron así?
Mujer: —A nosotros, por supuesto.
H: —Ya nadie quiere darle el puesto a los viejos. Eso se perdió.
M: —Ya yo no le paro. ¿Para qué? A veces me lo dan, pero mujeres más que todo.
H: —Imagínese. A mí me enseñó mi mamá. Desde chiquito. Se molestaba si no daba el puesto —al hombre, conmovido por recordar a su madre, se le erizan los brazos y, como si fuera un gallo de pelea, se yergue y se los muestra a la mujer.
M: —A veces me pongo frente a los puestos y ni así me miran. No haga caso. Es perder el tiempo.
H: —¿De dónde es usted?
M: —De Bolívar.
H: —Yo soy andino —se señala el pecho orgulloso de su origen.
M: —Es la misma escuela. Estamos cerca.
H: —¿De qué parte de Bolívar?
M—: De San Félix. Toda mi familia es de Ciudad Guayana.
H: —¿Dónde es Ciudad Guayana?
M: —San Félix es parte de Ciudad Guayana. Es una ciudad planificada. Están San Félix, Alta Vista, Unare… Y también tienes ahí el río Caroní.
H: —Ah, claro, claro.
M: —¿De qué parte de los Andes es usted?
H: —De Mérida, de una zona agrícola. Crecí sembrando con mi papá y trabajando con animales.
M: —¡Qué bueno!
Por un momento ambos guardan silencio. El hombre está ansioso, como si tuviese mucho tiempo sin sostener una conversación interesante, así que se queda pensando qué más decir, mientras la mujer solo sonríe mirando hacia los lados, aunque todavía interesada en lo que vaya a decir.
H: —¿Usted cómo prepara las caraotas?
M: —Le pongo ají dulce, cebollín, cebolla, algo de papas, un poco de tocineta. Me gusta que queden blanditas.
H: —Mi abuela me enseñó un truco para que se ablanden. No necesita utilizar olla de presión. Póngale un poquito de bicarbonato de sodio y va a ver cómo le quedan. No se arrepentirá —se le vuelve a erizar la piel y le muestra los brazos a la mujer.
M: —Me han dicho ese truco, pero no sé qué tan efectivo sea porque una vez lo intenté y no funcionó. Dicen que también funciona poniéndole bastante zanahoria, o una zanahoria completa.
H: —Hágalo de nuevo. Eso no falla, no falla…
M: —Sí, sí, es que lo intenté, pero no funciona.
H: —Algo debe estar haciendo mal. Usted…
M: —Es que lo hice. Vea, me lo dijo una amiga, le puse el bicarbonato y de igual modo salieron durísimas. Yo creo que eso es una lotería, salvo que tengas la olla de presión: es difícil que la olla de presión no funcione.
H: —son peligrosas, también. Una vez un sobrino mío abrió una olla de presión cuando estaba en la hornilla y saltó la tapa. Le tengo mucho miedo a las ollas de presión.
M: —¿y qué pasó con su sobrino?
H: —Quedó vivo. Está en la Marina ahora, pero casi se mata. Tuve otro sobrino que sí murió pequeño porque haló una olla con agua hirviendo. Le cayó encima y no sobrevivió. O eso me contó mi hermano. Una historia triste en la familia.
M: —No se la llevan bien con las ollas de presión.
H: —…
M: —Disculpe, no quise ofenderlo.
H: —No se preocupe. Es que hace poco más de una semana murió una hermana mía y no pude asistir al entierro. Eso me tiene bastante triste.
M: —¿Por qué no pudo ir?
H: —No pude conseguir a alguien que me diera la cola. No me alcanzaba el dinero para ir y, pues, lo que hice fue rezar por ella desde aquí. Los viejos nos estamos quedando como solos.
M: —Mis hijos están todos fuera. A veces me mandan dinero. Aquí solo tengo a mi esposo, que se la pasa enfermo.
H: —Al menos puede contar con él.
M: —¿Usted tiene esposa?
H: —Nunca me casé ni tuve hijos. Me queda mi mamá que a veces viene a Caracas, quiero que se quede aquí, pero ella está muy apegada a su pueblo. Está muy mayor y no tiene quien la ayude.
M: —Le entiendo. Yo hace poco tuve que correr con mi esposo porque le dio un ACV y en ningún hospital lo querían recibir. Al final, gracias a una amiga médico, lo salvaron en el Pérez Carreño.
H: —qué bueno.
M: —Sí. La verdad es que hay pocas posibilidades de sobrevivir, pero se hace el intento. Uno tiene que cuidarse mucho. Por eso todos los días me tomo un diente de ajo. Leí que son buenos para la tensión y para el cerebro.
H: —Nos ha tocado acudir a la medicina natural. Yo me tomo al menos dos litros de agua diarios y así mantengo al médico lejos. El ajo lo machaco, lo pongo en aceite de oliva y lo licúo, sirve para untar.
M: —Uy. ¿Y le gusta?
H: —Es buenísimo, amiga. Se lo recomiendo.
M: —Mi hija suele decirme que invento mucho con las recetas caseras, ella prefiere la medicina convencional.
H: —Estos jóvenes no entienden. Son de otra escuela. Así como no dan el puesto, prefieren tomar pastillas y pastillas que nunca les hacen nada.
M: —Tal cual.
H: —¿Y dónde vive?
M: —En Estados Unidos. Desde allá es que me ayuda, pero tiene tiempo sin venir.
H: —Qué lástima. Ahora todo el mundo se quiere ir para allá.
M: —Sí.
H: —Yo no cambio este país por nada.
M: —Yo a veces quisiera haber nacido en otro lado.
H: —No sea tan dura. Acuérdese que venimos de otra escuela, respetábamos a los mayores, cocinábamos con alimentos naturales, veíamos programas educativos en la televisión…
M: —Sí, claro, pero ¿de qué nos sirvió esa educación si no sé si puedo salvar a mi esposo? Trabajé más de veinte años en la administración pública y lo que recibo por mi jubilación es una miseria. No sé cómo usar una computadora para buscar trabajo en Internet, y si la supiera usar quizás no me contratarían. Perdimos nuestro tiempo creyendo que tendríamos una vida mejor solo por trabajar un montón de años en una misma institución. Mire su caso, ni siquiera pudo despedirse de su hermana.
H: —Pero aquí respiro aire fresco, allá en el norte hay mucha contaminación y a la gente la explotan, igual que en los otros países de Europa…
M: —Prefiero la contaminación y tener una vida un poco más digna que tener que sobornar un funcionario para que mi esposo pueda entrar al hospital.
La conversación se queda en silencio. Al hombre se le volvió a erizar la piel, pero esta vez no le mostró a la mujer, solo se miró los brazos para corroborar que por alguna razón se sentía conmovido. Cuando llegó a su estación se despidió de la mujer, que le regaló una sonrisa a medias, y se fue buscando las escaleras mecánicas.