En la base de la tragedia política y social que padecemos en nuestra sociedad venezolana, está presente una grave falencia de valores democráticos, de principios éticos y de responsabilidad ciudadana. Si bien es cierto que la llamada República Civil forjó una importante cultura democrática, tampoco es menos cierto que en el seno de nuestra nación subyacían las taras del autoritarismo, que por más de dos siglos marcaron protuberantemente a nuestra sociedad.
El caudillismo dejó huella profunda, sus características de arbitrariedad, barbarie y corrupción han estado presentes a lo largo de la historia. La valía del ejercicio democrático estuvo precisamente en construir un régimen político y una sociedad donde prevalecieran los valores del pluralismo, la ética y la plena vigencia del derecho como disciplina capaz de ordenar la vida social. Es decir, que la democracia no era un simple ejercicio ciudadano periódico para elegir autoridades, sino que era fundamentalmente un modo de vida de toda la sociedad.
La irrupción del chavismo en la escena pública, fruto de los errores del liderazgo, político y social, entonces en funciones, logra despertar la cultura autoritaria hasta el punto de permear, no solo al estado, sino a toda la sociedad. En efecto, la irrupción del caudillo, dueño y señor del país, terminó dándose en el resto del cuerpo social. Partidos políticos, sindicatos, gremios, universidades, fundaciones y asociaciones dejaron de experimentar la vida democrática, sus cuerpos directivos fueron sustituidos por un solo actor, convertido a la sazón en dueño y señor de unas instituciones qué hasta hace poco tiempo eran modelo de vida democrática.
La presidencia vitalicia que Chávez diseñada en la constitución de 1999 y en su posterior enmienda, tocó por igual a todas esas agrupaciones. Hoy tenemos “autoridades” cuasi vitalicias en todas ellas, donde ni se hacen elecciones auténticamente democráticas ni funcionan los órganos colegiados. Las veces que se reúnen es para hacer el papel de felicitadores del “jefe”, pero no para hacer valer las normas que los rigen.
Esa vida antidemócratica ha sido la justificación de un régimen, aún más autoritario y arbitrario, para intervenir partidos, sindicatos y universidades y no permitirles a sus componentes la posibilidad de elegir a sus conductores. De esa forma han forjado una plantilla de actores políticos al servicio de los intereses del actual gobierno.
Que Maduro y su camarilla hagan uso y abuso de un comportamiento autoritario no ha de extrañarnos. Pero que sectores promotores del cambio político, autoproclamados democráticos, exhiban un comportamiento autoritario, centralista, soberbio y excluyente resulta penoso para una nación que busca con afán reconstruirse. Esa cultura autoritaria y sectaria está poniendo en riesgo la necesaria unidad de la nación para recuperar el estado de derecho y para retomar la senda del bienestar de nuestros ciudadanos.
A esta fecha, buena parte de los sectores que rechazamos el madurismo, queremos adelantar la lucha por el cambio en el terreno político y electoral. Transitar ese camino y rehacer la mayoría supone derrotar la estrategia del madurismo. Esa estrategia tiene dos componentes básicos muy claros:
Dividir al máximo posible a la sociedad democrática. Aprovechar las debilidades exorbitantes, tanto en los valores y comportamientos democráticos, como las derivadas de los intentos fallidos de concretar la ese cambio.
Desalentar y desmoralizar a la ciudadanía. De esa forma los venezolanos seguirá huyendo de nuestro territorio o seguirán repudiando lo político y refugiándose en sus propias debilidades.
Nuestra lucha debe entonces centrase en lograr unir la diversidad, hoy existente, y reanimar con firmeza la participación y la responsabilidad ciudadana. Por supuesto que soy consciente de las dificultades que tales objetivos comportan. Pero es menester intentarlo.
La indignación y frustración existente en el seno de la sociedad democrática tiene razones muy poderosas. No son pocos los actores que han traicionado la lucha, que se han vendido a la dictadura y han engañado a la ciudadanía. Ello le impide a la mayoría de nuestros compatriotas precisar quién es quién en ese ecosistema político. Por ello, optar por rechazar todo lo político, sin percatarse de que esa conducta resulta más lesiva que la de reclamar y exigir autenticidad a quienes busquen liderar ese cambio, constituye un suicidio social.
Es menester, entonces, solicitar a los ciudadanos participar y ser exigentes con el perfil del liderazgo al que se le confiará la representación de la alternativa democrática. Lo ideal sería lograrlo por consenso. La realidad política del país, la no disimulada intervención del gobierno de Maduro, las aspiraciones irreductibles de los mismos personajes que han conducido la lucha en los últimos veinte años, las aspiraciones de nuevos actores en la escena nacional, hacen casi imposible ese planteamiento.
De modo que no hay otro camino que convocar a los ciudadanos a decidir con su voto la unidad de la sociedad. En esta hora de Venezuela es menester solicitar a la sociedad civil su contribución para adelantar un proceso transparente, democrático, creativo y transparente para alcanzar la unidad. Por fortuna contamos con instituciones y organizaciones capacitadas y acreditadas para ofrecer ese servicio.
Es conveniente que los directivos de los partidos políticos entiendan la difícil situación que nuestras organizaciones viven en la hora presente. Un proceso de consulta dirigido y regulado por un grupo de partidos o parte de ellos, no ofrece toda la confianza que se requiere. No se puede ser juez y parte. La celebración de unas primarias abiertas, inclusivas y confiables exigen un testimonio de desprendimiento de todos los actores políticos.
Vamos a convocar a las organizaciones calificadas de la sociedad civil para que nos auxilien en esta hora de dificultades para el país. Instituciones como las universidades, las Iglesias, las ONG, academias y otros entes corporativos pueden y deben cooperar para alcanzar la unidad.
Se requiere sí que los ciudadanos y los actores políticos asumamos nuestra responsabilidad. Que actuemos apegados a los valores de la democracia. A la aceptabilidad de las reglas y de los demás actores, al respeto personal y al debate civilizado. La diversidad democrática de nuestra sociedad hace que existan perfiles, grupos y visiones distintas. También intereses y aspiraciones legítimas.
Si aceptamos las reglas de la democracia podemos alcanzar un nivel elevado de unión de nuestra sociedad. La unidad absoluta es imposible. Siempre habrá quien la rompa, más en un país con un régimen político corrompido y perverso, que hará hasta lo imposible para azuzar la división y para coaptar actores con los cuales confundir a los ciudadanos.
Si la nación percibe con claridad una plataforma, fruto de una transparente consulta democrática, se animará a participar con mayor entusiasmo y ello abrirá las alamedas al gran cambio por todos anhelado.