OPINIÓN

Culipandeos, escarceos y meneos

por Raúl Fuentes Raúl Fuentes

Julio Mayora

Como saben quienes tienen a bien leerme y soportar mis devaneos dominicales con la santa paciencia de Job, suelo comenzarlos a partir de un recordatorio de relevancia social, política, histórica, religiosa o anecdótica. Hoy no será la excepción, aunque, confieso, me hubiese gustado publicar estas líneas el primer viernes de este vacacional y veraniego agosto, Día Internacional de la Cerveza,  efervescente y gloriosa invención de egipcios, babilonios o sumerios, consumida en el planeta entero en cantidades incuantificables, y 125° aniversario del nacimiento de Andrés Eloy Blanco (06-08-1896), quien tal vez no era cervecero, mas sus versos han incitado a unos cuantos declamadores de cantina a recitarlos en espumosas y largas bebezones, pausadas por las meadas de rigor.

La feliz coincidencia del cumpleaños del poeta cumanés y la apoteosis de la lupulosa bebida daban pábulo, supuse, para cumplir con creces mi tarea de la semana; no obstante, se me trancó el serrucho y debí remitirme a las evocaciones del Dr. Google y a los aconteceres listados en la abundosa, superficial y no muy confiable Wikipedia, a fin de indagar cuáles festejos y conmemoraciones engalanan este domingo, además de la ceremonia de clausura de la atípica y postergada trigésima segunda  edición de los Juegos Olímpicos,

Se celebra hoy el Día Mundial del Gato, una de las tres jornadas anuales dedicadas a la veneración y protección de este felino —el 20 de febrero y el 29 de octubre son las otras dos—, y también el Día Internacional del Orgasmo Femenino. Sobre el minino no digo ni pío y apenas ¡miau! Prodigarse en elucubraciones sobre sus míticas siete vidas es buscarle tres o cinco patas; conseguir una tercera extremidad entre sus cuatro reglamentarias es una bolsería, pero hallar una quinta, sobre todo si es gata, equivale a cuadrar el círculo con escuadra y compás.

La apología del orgasmo femenino no es iniciativa feminista como podría barruntarse; se debe a la acuciosidad de José de Arimatea Dantas, concejal de Esperantina (Brasil), «quien interesándose en un estudio realizado por la Universidad Federal de Piauí, descubrió que 28% de las mujeres de esa región era incapaz de llegar al orgasmo, y  concluyó que ese elevado porcentaje constituía un grave problema de salud», (www.diainternacionalde.com/). No dispongo de conocimientos para adentrarme en tan peliaguda cuestión, pero no puedo despacharla escudado en mi ignorancia. En descargo, citaré a Valérie Tasso, sexóloga francesa radicada en Barcelona, España, y autora de Diario de una ninfómana (2003), y a Camille Paglia, ensayista norteamericana y profesora de la Universidad de Filadelfia, cuyo libro Sexual Personae. Arte y decadencia desde Nefertiti a Emily Dickinson (1990) la hizo, a ojos de la crítica, «azote del feminismo hegemónico»; asimismo, a dos poetas venezolanos: Víctor Valera Mora y Miyó Vestrini.

«Una erección es un pensamiento y el orgasmo un acto de la imaginación», señala la estadounidense, mientras la francesa afirma: «El orgasmo es el gran comedor de palabras. Solo permite el gemido, el aullido, la expresión infrahumana, pero no la palabra». Son opiniones subjetivas, claro; similares o diversas a ellas habrá millares, para no hablar de las presuntamente objetivas de basamento seudocientífico. Son honduras lejos de mi alcance. Prefiero pasar la página con fragmentos de los mencionados y desaparecidos poetas locales. Escribió el Chino: «¿Cómo camina una mujer que recién ha hecho el amor? / ¿En qué piensa una mujer que recién ha hecho el amor? / ¿Cómo ve el rostro de los demás y los demás cómo ven el rostro de ella? / ¿De qué color es la piel de una mujer que recién ha hecho el amor? / ¿De qué modo se sienta una mujer que recién ha hecho el amor? /Saludará a sus amistades/Pensará que en otros países está nevando…» (Oficio Puro).

A las preguntas del autor de Amanecí de bala, responde Miyó: «Mi amigo, /el Chino,/escribió una vez sobre cómo se sientan/y caminan/las mujeres después de hacer el amor./No llegamos a discutir el punto/porque murió como un gafo,/víctima de un ataque cardíaco curado con té de manzanilla./De haberlo hecho,/le habría dicho que lo único bueno de hacer el amor/son los hombres que eyaculan/sin rencores/sin temores./Y que después de hacerlo,/nadie tiene ganas/de sentarse/o de caminar».(Té de manzanilla).

Dando por zanjado lo tocante al éxtasis femenil, nos queda pendiente un aniversario vinculado al deporte nacional. Un día como hoy, pero en 1935, nació en Bobures, estado Zulia, el extraordinario sprinter Arquímedes Herrera, miembro de un grupo de formidables atletas conocidos como «los superdotados» y en aquel tiempo uno de los hombres más veloces sobre la Tierra. Participó en los XVIII Juegos Olímpicos de Tokio (1964), integrando junto con Rafael Romero, Hortensio Fucil y Lloyd Murat, tan raudos como él, la posta finalista del relevo 4×100 con registro de vértigo: 39 segundos y 53 centésimas. 57 años después, Yulimar Rojas protagonizó en esa misma ciudad la hazaña de mayor envergadura en la historia del atletismo venezolano, al ganar la medalla de oro en salto triple y romper el récord mundial de la especialidad —curiosamente la primera medalla olímpica conquistada por Venezuela fue gracias a un salto-triplista, Asnoldo Devonish (Helsinki, 1952)—. Por si fuera poco, un ciclista y dos levantadores de pesas ganaron medallas de plata. Uno de ellos, conminado seguramente por el comisario político de la delegación, dedicó el palmarés a Hugo Chávez y concitó una arrechera de órdago entre los chavificados inquisidores de las «redes fecales». Cada quien hace de su tafanario diana si le apetece. Por este motivo, acaso, suscribo el mensaje de César Miguel Rondón colgado en su cuenta de Twitter el 28 de julio: «La feroz carga de algunos “puros” contra Mayora solo evidencia el profundo cáncer de odio que el chavismo les metió en las entrañas. Dan mucha pena, terminaron siendo lo mismo».

El olimpismo —y el deporte en general—, al devenir en representación o espectáculo, a la manera del circo romano y no al estilo de las competiciones helenas, perdió mucho de su nobleza, al funcionar como espejo propagandístico de sistemas e ideologías en pugna. En la cita olímpica berlinesa de 1936, Hitler pretendió mostrar al mundo la supremacía aria, pero un corredor negro, Jesse Owens, le aguó la fiesta al imponerse con plusmarcas mundiales en las pruebas de velocidad; de 1952 (Helsinki) a 1988 (Seúl), la rivalidad entre la Unión Soviética y Estados Unidos (y entre las dos Alemanias desde 1968) fue la nota dominante de juegos trocados en antagonismos inherentes a la Guerra Fría. Después de la caída del muro de la infamia, el lema Citius, altius, fortius —«Más rápido, más alto más fuerte»—, pronunciado por barón Pierre de Coubertin en la inauguración de la primera olimpíada de la modernidad. (Atenas, 1896) sigue siendo, ¡cómo no!, el desiderátum de las contiendas, pero con la mirada fija en las cuentas bancarias.

La Cuba castrista adoptó el esquema soviético de entrenamiento y formación de sus atletas —amateurismo marrón, dedicación exclusiva, trato privilegiado y esteroides— y se convirtió, socialismo mediante, en potencia regional del deporte. A fin de evidenciarlo en imágenes, el cineasta Santiago Álvarez —poeta de la truca, según Carlos Rebolledo— realizó, en torno a los décimos Juegos Centroamericanos y del Caribe (Puerto Rico, 1966) una película documental, Cerro Pelao’, orientada a publicitar los laureles del sportismo castro estalinista y la superioridad del modo de dominación social imperante en la isla. El filme es eco lejano del Olympia de Leni Riefenstahl, docu-cuña en dos partes, estéticamente impecable y moralmente abominable, del nazismo competitivo, estrenada en 1938. Nada debe entonces extrañarnos el empeño madurista en vincular los éxitos venezolanos en Japón con la deplorable gestión bolivariana del deporte. Pasemos a otra cosa.

«A la tercera va la vencida» es refrán empleado con frecuencia en el habla castellana cuando no obtenemos el resultado esperado de un determinado emprendimiento, sino después de probar suerte varias veces y con mayor ahínco en cada ocasión. La frase, de acuerdo con paremiólogos del Centro Virtual Cervantes, se habría originado en antiguas pruebas de lucha, en los cuales la victoria se alcanzaba al completar tres derribos —ad trianum ventum est—, y de su añejo uso dan ejemplo remitiéndonos al capítulo XIX de La celestina (Tragicomedia de Calisto y Melibea, Fernando de Rojas, 1499); sin embargo, a los efectos de la presente descarga, prefiero las siniestras raíces de la versión británica —The third time’s the charm—, atribuidas a la fallida ejecución, en 1885, de John «Babbacombe» Lee. Condenado a morir colgado, sobrevivió a tres tentativas de ahorcamiento. Ante la imposibilidad de guindarlo hasta morir, la pena le fue conmutada por prisión perpetua, en virtud de la misericordia del ministro del Interior, Sir William Harcourt, quien habría declarado: «I would shock the feeling of anyone if a man had twice to pay the pangs of imminent death» —«a cualquiera conmocionaría ver a un hombre sufrir dos veces el horror de una muerte inminente», en muy chapucera y resumida traducción—. Privilegio esta patibularia y una tanto flemática génesis del proverbio, porque, en cuestión de días, tal informó El País el pasado 31 de julio, luego de dos fracasos (Barbados y Santo Domingo), se iniciará en México, con celestinaje noruego, un nuevo proceso de negociaciones entre un gobierno de facto en busca de legitimación y una oposición necesitada de recuperar protagonismo. Ello, si no hay, con la venia de Camilo José Cela, culipandeos, cachondeos, escarceos y otros meneos de último minuto porque, asienta el diario madrileño, «se están creando expectativas altamente contraproducentes, e incluso estando en el avión de camino al país azteca todo puede saltar por los aires». Pero nos excedimos y hace ya unas cuantas líneas franqueamos la meta de esta miscelánea carrera con la pluma, sin saber cómo se ubicará finalmente nuestro país en el medallero de Tokio 2020-2021. No queremos adelantar pronósticos y malojear a quienes aún tienen compromisos pendientes (escribo el jueves). Solo restan, pues, el adiós de cortesía y un último deseo: ojalá lo de «saltar por los aires» sea infortunada alegoría del redactor de la información y no presagio involuntario de una catástrofe.