Dice Fernando Savater que “el individuo es un producto de la sociedad; más concretamente, es la sociedad urbana la que produce individuos” y se pregunta “¿qué pueden aportarme los individuos que forman el resto de la sociedad que nutra o enriquezca mi vida?”. Y quizá esta cuestión es en el fondo parte de esa complejidad que es el quo vadis. Esa necesidad intemporal del ser humano de no solo encontrar sentido a la única vez que vivirá sino también la de hacer productiva de alguna manera su relación con los demás y que el resultado sea transcendente.
Pero la trascendencia no es un vocablo de moda. El relativismo que se impone en los modos de vida de las personas de hoy cierra espacio a las preguntas de fondo sobre nuestra existencia y el sentido real que queremos darle, dando un presunto aire de plenitud a esta moda de vivir que se ha impuesto. “Vanidad de vanidades”, diría el rey Salomón. Y ya de por sí este tema resulta pesado, controvertido y muy aburrido para las nuevas generaciones que, en su mayoría, han sometido su vida a la vida que se transmite en redes sociales. No es que está mal la existencia de las redes sociales. De hecho, si como Savater enuncia la persona es un producto de la sociedad en la que se desenvuelve, entonces las mejoras respecto a nuestro pasado son un salto grandioso, al menos solo en la capacidad de comunicación que hemos desarrollado. No existe barrera alguna respecto a nuestra comunicación y eso es un punto determinante en el relacionamiento hoy en día.
El problema quizá surge cuando esa comunicación digital anula el relacionamiento físico (es más fácil escribir que ir por un café, por ejemplo) y un simple mensaje escrito o un post resuelve la manera en cómo quiero que el mundo me vea y no hay espacio para que esa forma de verme sea consecuencia de un proceso de trascendencia personal.
Todo esto aplicable a todos los campos de la vida, desde la simple llamada a un amigo, el trabajo, la economía, lo erótico, lo emocional y al procesamiento de información global, esto último quizá lo que más sufre por la existencia de los bulos o fake news, que de igual manera existen para todos los gustos, tendencias o situaciones personales. Por mucho nuestras vidas han sido perimetradas por las computadoras, los teléfonos y las tablet y no se asoma salvación a ello, no porque necesitemos salvarnos o prescindir de eso sino porque no estamos siendo capaces de descubrir (o redescubrir) otro modo de vivir.
Así en redes hay millones de médicos que te recomiendan el uso de tal o cual medicamento sin responsabilidad alguna, de seudo psicólogos que analizan por ti y te arrastran a ser como ellos, de terapistas emocionales que te dicen como superar las depresiones o manejar tus estados de ánimo, de payasos que enarbolan la estupidez como la mejor moda a imitar algo, de nuevos historiadores que aun hablando sin certeza influencian millones a personas para que crean sus hipótesis, etc., etc.. Y así todos los espacios de nuestra vida quedan satisfechos, no por lo que seamos capaces de descubrir por nosotros mismos, sino lo que Google, TikTok, Instagram o X llenan con toda su hojarasca. Esto nos hace olvidar que nuestra vida, la única que tenemos, no es ni parecida a la ópera bufa de las redes sociales. Es más. Mucho más. No somos nosotros los que tenemos que ser el complemento de esa vida digital que este tiempo impone, es al revés.
Los extremos tampoco son buenos. No es prescindir de un espectro digital que mejoró en tanto nuestras vidas y las hizo más cómodas. Tampoco es retornar a los siglos pasados para esperar por meses cartas que van en avión o barco, ni para que las conversaciones transcurran en aburridas disertaciones sobre Kafka, Nietzche o Sartre. Es esencialmente encontrar a nuestra vida no en las manos que nos conducen a lo digital sino hacia adentro de nosotros mismos. La masificación de un “yo” que solo puede ser individual y no colectivo es la frontera donde peligran tantas cosas, entre ellas el estilo. No el estilo impuesto por tendencias de marketing en ropa, comida o negocios, ni en sentimientos o emociones falsificados por influencers, sino el estilo entendido como la realización del ser.
Buffon y el gigante del tiempo Flaubert coincidieron que el estilo era la vida y era el hombre. Y no cabe duda de ello. El estilo es en sí una especie de todo en la existencia. Y el estilo proviene, sin duda alguna, del yo. Nuestro estilo está formado y cultivado por aquello que hemos sido capaces de ver y ser. Nadie lo impone como una moda, es algo muy íntimo.
Y de todo surge pues la necesidad del rescate del individuo para alimentarle cuando la tendencia haya pasado, y pasará. Que el individuo se salve cuando el amor ya no sea un post, sino una actitud moral, como diría Madame Bovary. Que se salve para que conviva con sus emociones y aprenda a entenderlas él solo como un proceso propio de su vida, no bajo la guía de reflexiones de la Reader’s Digest de antes o de los podcast de hoy. Que se salve para que su vida no sea un espejismo que se publica en una actualización de estado sino que aquello que muestre sea realmente expresión genuina de un espacio lleno y no de una vida vacía. Que se salve para el día cuando se pregunta por quién doblan las campanas y su respuesta sea un profundo conocimiento de sí mismo, un pleno árbol de sentimientos y una vida, cruzando el río del dolor y la simpleza, plena de poesía y no de la ficción digital.
Que nos salvemos de una vida condenada a un aparato electrónico. Que nos encontremos en abrazos de carne y hueso. Nos sintamos en palabras que miran a los ojos y no a pantallas. Que nos permita ser y no simplemente estar en la corriente.
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