“…cuidaréis de que los cómicos estén bien atendidos. ¿Oís? Haced que los traten con esmero, porque ellos son el compendio y la breve crónica de los tiempos”.
William Shakespeare (Hamlet)
Caperucita Feroz entró brincandito a la casa de su abuela.
“¡Mamina! ¡Mamina! ¡Ya llegué!”.
Pero en la cama lo que vio fue a un lobo con dormilona de encajitos y gorrito en combinación. Era… demasiado obvio, demasiado pelaje, demasiado colmillo y salivación. Y no valía la pena.
Caperucita Feroz dio media vuelta, salió dando un portazo y sin salticos fue a sentarse en un claro del bosque. Pues para eso es que están los claros de los bosques. Allí, seria y cavilosa, desenvolvió la servilleta de cuadros rojos y blancos, y vio lo que su mamá había empaquetado dentro de la canastica. Buñuelos de nata y crema. Nunca supo lo que era eso. Pero hoy sí. Hoy se los comió. Y también se atracó todas las grosellas que había estado recogiendo por el camino.
A pocos metros de distancia, sentada sobre un tronco seco y, como siempre, rodeada de animalitos, estaba Blancanieves con una manzana en la mano. Y la veía como quien mira una manzana envenenada.
“Yo no soy tonta. Yo no me la voy a comer”.
Bajo un abeto estaba el Príncipe Azul. Azul deprimido y hablando solo.
“No sirve de nada que bese a Aurora y la despierte. Mejor que siga dormida. ¡Pobre inocente! ¡Y mísero de mí!”.
La Bella, estremecida y meditando con amargura, observaba como la Bestia se rascaba las pulgas y profería gruñidos tan poco gratos y, como de costumbre, tan fuera de lugar.
“¿Pero y quién dijo que yo era la predestinada para salvar a este monstruo y, luego, ambos, vivir muy felices para siempre? Yo merezco algo mucho mejor y, ciertamente, infinitamente menos complicado”.
Las hadas, desconsolhadas, apesadumbrhadas y acongojhadas, suspiraban al borde del riachuelo. Displicentes y como una llama que se extingue, encajaban sus varitas de marfil -con punta de estrella- en la arena y hacían trazos incongruentes y funestos.
Rapunzel, mientras tanto, con una tijera de punta roma, se cortaba las trenzas. Poquito a poquito. Chic, chic, chic. Y los mechones dorados iban cayendo. Era como si se le estuvieran desprendiendo todos y cada uno de los besos que le habían dado. No lo podía evitar: lloraba en silencio.
Hanzel y Gretel se sinceraron. En su familia había todo un vasto historial de diabetes. Era la hora de abandonar los dulces y convertirse en vegetarianos o en anoréxicos o en lo que fuera. ¿A quién le importa una bruja que vive en una casa de jengibre, con adoquines de caramelo, ventanas de galleta con pasas, tejas de gomitas azucaradas y mobiliario de chocolate?
La Cenicienta resolvió asumir de una vez por todas. ¡Hasta cuándo el bajo perfil y la poquitacosura! Con escasa ilusión, se acercó al Príncipe (que, en medio del desencanto reinante, ya no hallaba qué hacer con esa zapatilla de cristal) y le dijo:
“Mira, dame acá mi zapato”.
Y allí fueron llegando todos: el Sastrecillo Valiente sin hilo ni aguja; Pulgarcito, mucho más disminuido; Pinocho con un grillo muerto; Kásperle, grave y circunspecto; el Gato con Botas y agujeros en las suelas; la Sirenita descamada; los Tres Cochinitos hartos de trabajar en equipo y con un lobo extenuado; el Flautista de Hamelín con pérdida del oído musical; Peter Pan súbitamente avejentado y sin poder volar; el Patito Feo, horroroso; Simbad el Marino, mareado y con náuseas de alta mar; el Soldadito de Plomo derretido; Jack, añorando sus Habichuelas Mágicas. Cientos de personajes en busca de un autor que los pudiera volver a contar. A ver si alguien querría narrar los cuentos otra vez. Y si todavía había alguien que quisiera escuchar. Alguien que quisiera creer.
@carolinaespada
Artículo publicado en El Nacional a los pocos días de los sucesos nefastos del 11, 12 y 13 de abril de 2002
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