Las tensiones entre China y Taiwán ya no son ocasionales. La zozobra que experimentan los ciudadanos taiwaneses es de carácter permanente. Muchos analistas parecen coincidir es que existe una suerte de cuenta regresiva para que ello ocurra. Ello es así desde marzo pasado, el momento en el que Xi Jinping, de una manera inequívoca y contundente, se refirió a una reconquista de la isla incluyendo las opciones violentas.

Juega en contra de China el hecho de que tanto Taiwán como los países que soportan su libertad son muy conscientes, y además están alertas, sobre lo que podría estarse fraguando en el terreno militar desde Pekín. El malestar es creciente entre la población, pero estamos claros en que nada ocurrirá sin la debida planificación en los dos lados del conflicto.

Mientras en otras latitudes el mundo le dedica atención a temas de mayor actualidad y reverberación como la invasión rusa de Ucrania, en la región del mar Oriental de China y del estrecho de Taiwán no bajan la guardia un minuto ante la amenaza de una operación de carácter naval de envergadura.

En el lado militar chino, sin embargo, existe plena conciencia de lo mucho más complejo que es un ataque cuando el territorio enemigo sabe, a ciencia cierta, que este está siendo considerado y cuando, dentro del territorio a invadir, el estamento militar se ha estado preparando para repelerlo.

Atacar una isla, como es el caso de Taiwán, no es un asunto sencillo. Una isla no es más vulnerable que tierra firme cuando se trata de desactivar tempranamente su reacción. Quien tiene que estar mejor preparado es el agresor, o eso es lo que piensan los expertos en este tipo de operaciones bélicas. Se supone que la capacidad de defensa reactiva, es decir, la de los invadidos, debería haber sido aniquilada para el momento del desembarque, porque una invasión marítima implica momentos de extrema vulnerabilidad para el agresor.

Es por esta razón que en Taiwán se considera que cualquier intento de agresión armada del lado chino comenzaría por destruir con misiles las infraestructuras claves de la isla, como sus bases aéreas por ejemplo, para que ello permita poner fuera de combate o desactivar la capacidad taiwanesa de respuesta de aire.

Todo lo anterior está siendo revisado constante y concienzudamente por los estrategas mientras el lector lee estas líneas. No hay nada en calma en la región.

En Washington, determinados como están a que la situación no se torne inmanejable, se encuentran igualmente en estado de alerta. El éxito o el fracaso de una acción militar china depende no solo de la capacidad de reacción de los locales, sino de la inmediatez del apoyo norteamericano en la contraofensiva. Cualquier retraso trabaja en favor de los invasores. Tal soporte debe ser calibrado en el detalle y, con una anticipación inmensa, dotar a las fuerzas americanas presentes en la zona de una capacidad misilística de largo alcance. Todo ello dentro del más absoluto hermetismo.

En síntesis, ingenuos son quienes piensan que cuando hay silencio en las dos capitales reina la calma en el terreno de las desavenencias. Hace falta solo que salte una chispa para que todos estos operativos que han estado poniendo a punto se muevan del letargo a la acción. Cada uno ha sido sopesado y analizado hasta la náusea.


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