No pocos europeos, estadounidenses e incluso latinoamericanos, al saber que soy cubano –a veces por curiosidad, a veces buscando aclarar algunas dudas– me preguntan cómo es realmente la isla donde nací, qué es de verdad Cuba.
El exilio de la revolución castrista comenzó justo en 1959, por lo que para un exiliado de este siglo que nació, creció y escapó del socialismo real –como es mi caso y el de muchísimos otros–, esa pregunta puede terminar tanto en la confirmación de lo que es obvio como en la desatadura de un increíble asombro o una situación perturbadora.
Mis respuestas han echado por tierra ideas e imágenes arrastradas durante décadas –gracias a la cotidiana desinformación– sobre una realidad que suelen ver como una especie de subdesarrollado paraíso caribeño que aún –incluso luego del masivo fracaso del comunismo– sigue creyendo en la torpe idea de que el socialismo es un proyecto humanitario que, lastimosamente, todavía no se ha conseguido implementar bien.
Una bazofia servida en un banquete de falacias. Un manojo de mitos, funcionales al régimen de La Habana y sus satélites y benefactores, que tanto políticos de izquierda como comunicadores de pacotilla, han sembrado en la mente de varias generaciones en el mundo.
Justamente esto es parte cardinal del problema que sufren los cubanos y, por supuesto, ayuda a que haya gente, de dentro y fuera del espanto, que aún no sepa qué es de verdad la Cuba de hoy.
No se puede creer jamás en aquel perverso intento de lavadura de rostro a la dictadura habanera que lanzara la exjefa de la diplomacia europea Federica Mogherini, al describir el sistema cubano como “una democracia de partido único”. Cuba, para empezar, no es un país normal. O al menos no es lo que la mayoría de los seres humanos entendemos por un país.
Si vas a pensar en Cuba, debes olvidar casi todo lo que hasta hoy creíste que hacía funcionar un país. Porque sencillamente Cuba es todo lo contrario (aunque como va el mundo, si no abrimos los ojos y actuamos rápido, no tardarán en fabricarse otras versiones de la isla cárcel).
Desde hace más de 60 años en Cuba no existe un Estado legítimo. Quienes allí gobiernan lo hacen desde un estatus conseguido no por consenso cívico sino por la persistencia de una añeja dictadura, militar y familiar, cuyo mayor logro no ha sido otro que sostener en una mano la represión y la confusión, y en la otra la miseria y la resignación, con ambas vendarle los ojos a la gente -no únicamente a los cubanos- y darles palmadas en la espalda. Entre otras herramientas tan lóbregas como útiles para cualquier proyecto totalitario.
Represión de varias maneras, desde golpizas y mítines de repudio a los que disienten, o protestan más de la cuenta, hasta la condena a prisión sin debido proceso (recuerden, o desayúnense, que en Cuba no hay independencia de poderes), o la muerte, sin que el Estado se vea obligado a nada. Pues las leyes revolucionarias están diseñadas no para proteger a los ciudadanos, a la gente que hace el país, sino precisamente para condenarles cuando ese Estado todopoderoso lo estime conveniente.
Un lugar donde esto ocurre a cada hora del día no es ni puede ser visto jamás como un país normal. Tan solo como una cárcel, aunque de vez en cuando tenga carnavales y haya gente que se niegue a creer que no vive, o que sobrevive, bajo la bota de un vulgar reglamento penitenciario, al amparo de la bondadosa bravuconería del Partido Comunista. Allí, donde el hambre llega a ser una cuestión revolucionaria, todo es posible.
Aquello que el régimen ha presentado desde los años setenta como su parodia de Constitución, pérfidamente modificada en 2003, establece la irrevocabilidad del Estado socialista, desestimando toda modificación del sistema socioeconómico.
En su artículo 15 la Constitución castrista deja bien claro que “el Partido Comunista de Cuba, martiano y marxista-leninista, vanguardia organizada de la nación cubana, es la fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado, que organiza y orienta los esfuerzos comunes hacia los altos fines de la construcción del socialismo y el avance hacia la sociedad comunista”. En síntesis: el régimen podrá aceptar cualquier maquillaje, pero su esencia no la va a cambiar. Al menos no por su propia voluntad.
En esta realidad, no solo los grupos opositores (condenados por el régimen a la represión y al ostracismo dentro de la isla) sino cualquier persona que se atreva a disentir, se ve parado, casi en soledad, ante un gran muro.
Y claro que en Cuba hay mucha gente que sabe qué sucede y que por temor no expresa libremente lo que, en otro sistema, sería vox populi. Es natural que ante la represión una gran cantidad no actúe como desea sino bajo la penosa bofetada del silencio.
Tampoco es mentira que muchos no se dan cuenta de por qué subsisten de ese modo tan miserable, sobre todo fuera de la capital y en áreas rurales. No perdamos de vista que hablamos de una sociedad donde los medios de comunicación, durante 6 décadas, han estado destinados no a informar sino a desinformar cada día, no a clarificar sino a confundir. La confusión, aún en medio del descalabro revolucionario, encuentra las puertas abiertas en muchas casas. El sueño dorado de todo dictador y sus gendarmes y altavoces.
Del mismo modo ocurre con el sistema de enseñanza, desde los Círculos Infantiles y las escuelas hasta las universidades, todas revolucionarias. No en balde en Cuba la confusión se ha hecho endémica. Y no solo en los que viven en la isla sino también en una parte de los que han logrado irse. Por ello lo que otrora fue sociedad civil se convirtió, con el paso y el peso de los años, en caricatura, baile de disfraces, pestilente carromato de títeres que repite, año tras año, una función de zombis para zombis.
Para hablar de la miseria en Cuba no solo basta hojear la inservible libreta de racionamiento, comprobar que no es una fotografía apócrifa el pan viejo sobre la mesa corroída, o tragar en seco viendo cómo el Estado les vende huesos a los ciudadanos como si de carne se tratase. O que la gente no tenga jabón, que el papel higiénico sea un lujo, un ave exótica que una vez pasó. O que el régimen afirme, con esa expresión tan demagógica del buen revolucionario, que todo es culpa del embargo (o el bloqueo, como le llama el castrismo) de Estados Unidos.
Para hablar de miseria hay también que mencionar la práctica de la doble moral, los actos de repudio que jamás han cesado, los delatores por temor y por cuenta propia.
Al hablar de miseria en Cuba no podemos dejar de mencionar cómo la vulgaridad ha llegado a convertirse en una poderosa arma de la revolución en contra de una cantidad considerable de cubanos. Hay quienes, sin percibirlo, han asumido la vulgaridad como su lenguaje y contexto natural y la emplean tranquilamente no solo para atacar a sus semejantes y hasta a sí mismos, sino que también (como hemos podido ver en sucesos recientes en La Habana) han resuelto protestar contra el castrismo navegando ellos también en el pantano de lo vulgar.
Y ante esto, hay al menos dos cuestiones que saltan a la vista y debemos preguntarnos: ¿Se puede vencer al socialismo real enarbolando las banderas y los productos -como es la vulgaridad- que ha institucionalizado e identifica al propio sistema? ¿Realmente este tipo de herramientas y comportamientos va en contra del socialismo y, por demás, de la vulgaridad que ha florecido, como el marabú, en la Cuba desestructurada desde 1959? Quizás valdría la pena repensarlo.
Entretanto, la resignación -como era de esperar- también ha hecho lo suyo. Y en buena medida. Por una parte, la mayoría entiende que solos no pueden deshacerse del régimen, y en ello llevan razón. El exilio nunca se ha tomado la cocacola del olvido, pero tampoco ha logrado ganarle la batalla a un Estado totalitario. Los cubanos en la isla, sin saber exactamente qué hilos mueven a los disimiles actores detrás de las cortinas, claman por la ayuda de sus familiares que viven fuera, la reciben, e inevitablemente se habitúan a vivir de ella. El exilio, además de resistencia también ha sido una ineluctable -por ambas partes- industria para el castrismo.
La mayoría de la minoría que en Cuba accede regularmente a Internet no lo usa buscando mecanismos que le ayuden a conseguir su libertad, incluso a informarse sobre temas capitales que le afectan, sino para tratar de entretenerse o para pedir más recargas. Todo esto es propio del ambiente cruel en que subsiste el cubano. Y lo peor de todo, siguen sin creer que la libertad, dado su escabroso horizonte, es realmente posible. Esto es lo más peligroso, y su vuelta en u es a lo que más le teme la dictadura. A este vuelco deben apelar todas organizaciones de dentro y fuera del difícil archipiélago.
Desde dentro de Cuba (los opositores, intelectuales independientes, los más claros e informados y en general la gente común y corriente que decide despertar) y también desde fuera, debe insistirse en la irrevocable jerarquía de la libertad. Es imprescindible que los cubanos comprendan qué sucede realmente con sus vidas y cómo podrían darle un giro de 180 grados. Salvarles convocando a la confluencia de la verdad y la historia –tan necesaria– y tratar de sumarlos al camino que pueda ser más efectivo en busca de la libertad. Esto es vital.
Mientras más cubanos consecuentes haya, menos poder tendrán el régimen y sus hilos sombríos, y más cercana estará la libertad, que es lo primero. La libertad deberá ser siempre lo primero. Cuando su existencia y defensa no es la esencia y la cúspide, la sociedad, cualquiera que sea, comienza a tambalearse y corre un grave peligro. Y en esta situación no solo anda Cuba. Pero está claro que los cubanos, hasta hoy, están entre quienes más la sufren. Y por muchísimo tiempo.
(Cortesía La Gaceta de la Iberosfera)
https://gaceta.es/actualidad/que-es-cuba-hoy-20201210-1957/
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