OPINIÓN

Cuatro amigos y un destino

por Rafael Rattia Rafael Rattia

Los cuatro amigos nacieron de cuatro familias que vivían en el mismo barrio; tres de ellos eran de Barrio Obrero, el otro había nacido en el barrio contiguo llamado Barrio Libertad. Los cuatro compartían sus fines de semana entre los días soleados del río y las atrevidas y osadas aventuras de la cacería de pájaros silvestres que posteriormente vendían a compradores y traficantes ilegales de aves canoras que venían de las islas circunvecinas  angloparlantes.  El grupo de amigos cursaron toda la escuela primaria que quedaba ubicada en la avenida Bolívar casi llegando al hospital central de Puerto Fluvial. El pueblo se había fundado con temerarios pescadores y comerciantes provenientes de islas vecinas y no superaba las 60.000 almas distribuidas en un perímetro metropolitano de regulares y moderadas extensiones que los vecinos les llamaban “terrenos baldíos”.

Armando, Felipe, Jesús y Daniel. Eran una indisoluble comandita que los años se habían encargado de solidificar y hacer invulnerable a las pequeños sentimientos subalternos y las bajas pasiones subalternas características de los chicuelos adolescentes que obligatoriamente deber cruzar el turbulento río del descubrimiento de la personalidad.

En casa de Armando siempre había botellas de ron, vinos, cervezas y demás bebidas espirituosas porque el padre de Armando viajaba continuamente a Guyana y a Trinidad a llevar de contrabando mercaderías y materias primas para la industria de la construcción como varas de Mangle rojo, rollos de alambre, mallas y cemento que en dichos países vecinos escaseaban o era muy oneroso su adquisición. De regreso de sus actividades ilegales el padre de Armando traía cajas repletas de bebidas alcohólicas de diversa índole y Armando no le costaba nada sacar de dichas cajas a hurtadillas una o dos botellas de ron que escanciaban cuando iban a pescar los días sábado al río.

Felipe siempre llevaba los naipes y barajas españolas o juego de cartas de póker. Pescaban y asaban el producto de lo capturado en las mañanas de pesca o hacían sancochos con verduras que acopiaban durante los días previos a la jornada de pesca o caza, según fuera el caso. Jesús y Daniel se ufanaban de ser expertos nadadores y buceadores en el fondo del cantil del río. Jesús nadaba como una guabina a ras de las aguas brillantes y nerviosas del soleado río. Su piel se tiznaba y sus brazos parecían dos largas canillas de pan tostado por el abrasador sol de las mañanas sabatinas. A Jesús le gustaba especialmente adentrarse a lo que los demás miembros del grupo llamaban “adentro”, es decir, la tupida maraña de bosque donde se perdían los caminos conocidos por todos. Él mismo se proponía para ir por la leña para el sancocho porque solía demorarse entre las matas de plátanos y topochos para masturbarse con las fotos que llevaba en revistas porno que Jesús hurtaba en los puestos de periódicos de la plaza. En la parte del río que escogían para hacer el sancocho y bañarse los cuarto amigos realizaban concursos de masturbación para ver quién lanzaba el chorro de eyaculación más lejos colocando una raya que indicaba el límite a ser traspasado por los “lechazos”.

Cuando jugaban a las cartas evitaban apostar dinero para no fomentar entre ellos la malosa idea de la necesidad del dinero en el grupo. Jugaban para divertirse y distraerse mientras bebían tragos de ron lenta y parsimoniosamente. Cuando jugaban truco formaban una hilarante algarabía y prorrumpían en groserías y obscenidades léxicas que salpicaban el envite, el quiero y envite maleta è peo; truco sopla pipe, decía por ejemplo Daniel y Armando le retrucaba con un “retruco cabeza è verga”  y así drenaban sus turbias emociones entre tragos de ron y cigarros pero nadie de los cuatro consumía drogas ilegales. Cero marihuana, cero cocaína. Entre la simpática sociedad cuasi clandestina que formaban el tetrálogo filial siempre predominaba la ayuda mutua y la solidaridad entre ellos. Así fue surgiendo una auténtica hermandad que el compartir en el vivir cotidiano de “los cuatro del patíbulo”; o “los cuatro jinetes del apocalipsis” como gustaba llamar al grupo Felipe. Los gustos musicales del grupo nunca era homogéneo; a uno le gustaba la salsa, a otro el rock, a uno la música clásica y a otro la música étnica o electrónica. La unidad en la diversidad –gustaba decir a Daniel-. Llegado el tiempo, todos se graduaron de bachiller y se produjo una diáspora que a los ojos de familiares, amigos del grupo y conocidos les pareció de lo más natural. Armando marchó a México a estudiar medicina veterinaria en Monterrey, Felipe se fue a Maracaibo a estudiar Sociología, Jesús viajó a Caracas a estudiar Derecho y Daniel se quedó en Puerto Fluvial estudiando Turismo en la Universidad Territorial.

El primer año de la “separación física” del grupo fue sumamente duro para todos pese a que se comunicaban por aplicaciones de redes sociales. Ahora solo se “veían” virtualmente a través de la pantalla del celular o de la Tablet. Entretanto, mientras todos los miembros del tetrálogo hacía  esfuerzos y sacrificios para proveerse de un título universitario y forjarse una profesión universitaria el país entraba en un trepidante y vertiginoso proceso de “transformación revolucionaria” con el fin de abrir cauces a un modelo sociopolítico de sociedad socialista.

Cuando Armando iba por la mitad de la carrera en México, sintió atracción por una célula guerrillera internacional que le encomendó colocar una bomba en una estación del Metro de Ciudad de México. El artefacto estalló antes de tiempo y el cuerpo de Armando quedó despedazado e irreconocible; las autoridades federales lograron una autorización de sus familiares para cremar sus restos mortales y enviar las cenizas de Armando a Barrio Obrero.

Felipe celebraba la culminación de su carrera de Sociología en Maracaibo y era viernes por la tarde, bebía cerveza de una cava con otros compañeros de estudios que también festejaban. Iban seis en un Jeep Toyota descapotable y a la altura de la avenida Las Delicias sintió insoportables ganas de orinar. El chofer detuvo el Jeep y Felipe saltó la verja de una quinta con frondosos jardines. Cuando se disponía a miccionar extrarecipiente desde una ventana sonó un disparo cuyo proyectil impactó en la humanidad de Felipe. –Ayy coño me dieron, atinó a exclamar. Dos compañeros bajaron del Jeep y lo auxiliaron montándolo en el Toyota, pero cuando iba rumbo al hospital clínico universitario falleció desangrado. La universidad corrió con los gastos de traslado del cadáver de Felipe en un vuelo comercial hasta Barrio Obrero.

Jesús murió ese mismo año de un fulminante infarto al miocardio; ignoraba que padecía de una severa lesión cardiovascular y lo sorprendió la muerte un mediodía en la cola  del comedor universitario.

Daniel no siguió estudiando; pues en mitad de la carrera de Turismo embarazó a una compañera de estudios y tuvo que dejar los estudios para dedicarse a labores agropecuarias en una finca de Pueblo Fluvial. La gente que lo conoce desde que era un niño asegura que Daniel sufre de una enfermedad infectocontagiosa incurable y que por ello rara vez se le ve por las calles de Puerto Fluvial, tal vez esperando lo inevitable. Hace unos pocos días vi a su esposa y le inquirí por él, sólo atinó a decirme que escribe unas cosas raras que guarda celosamente en un cajón con candado y ni a mí misma quiere mostrar. Su esposa me dice que cuando está de buen humor me dice que cuando él muera que debe quemar el cuaderno sin leerlo. Es su última voluntad.