Se supone que la gasolina es combustible. ¿Pero por qué también se ha vuelto políticamente explosiva, como sugiere la erupción de protestas masivas en Ecuador y Chile?
Mientras que el caso ecuatoriano tuvo que ver con un incremento significativo del precio de la gasolina, lo que disparó la revuelta en Chile fue un aumento programado de apenas 3% de las tarifas del metro de Santiago. Más allá de si hubo o no injerencia extranjera, el hecho es que las protestas, si no la violencia y la destrucción que las acompañaron, han tenido un respaldo público significativo.
El argumento económico contra los subsidios a la gasolina parece sólido. Los subsidios son ineficientes porque conducen a beneficios en el consumo que valen menos de lo que le cuesta a la sociedad ofrecerlos. Son nocivos desde un punto de vista ambiental porque el consumo de gasolina genera externalidades negativas: no solo calentamiento global, sino también contaminación local, congestión y degradación de las vías. (Más bien, la gasolina debería gravarse para tener en cuenta estos costos). Y son profundamente injustos, porque los ricos consumen más gasolina que los pobres, lo que significa que obtienen una tajada mayor del subsidio.
Pero el argumento económico contra los subsidios ignora otras dimensiones del problema que ayudan a entender la oposición pública a una intervención en los costos del transporte. Reconocerlas y entenderlas es crucial para diseñar mejores soluciones en materia de políticas.
El problema con la lógica económica estándar es que no tiene en cuenta el papel de los bienes públicos en la vida urbana –y, en particular, en la movilidad–. Las calles, los metros, las ciclovías y las autopistas no tienen mercados o precios como sí los tienen los automóviles y los departamentos. Tampoco las vistas hermosas, los parques públicos y los barrios seguros.
La vida moderna exige interactuar con muchas otras personas, ya sea trabajando en grandes organizaciones o atendiendo a los consumidores. Es por eso que, a nivel mundial, el porcentaje de gente que vive en áreas urbanas ha crecido de menos de 35% en 1960 a más de 55% hoy. En países de altos ingresos, el porcentaje supera el 80%.
La posibilidad de interactuar con los demás implica la capacidad de movernos desde donde vivimos hacia donde trabajamos, compramos, aprendemos y socializamos. Cuán lejos tenemos que ir y cuánto tiempo y dinero nos cuesta son cosas que están determinadas por la disposición geográfica urbana y la infraestructura de transporte. Por ejemplo, Barcelona y Atlanta tienen poblaciones similares, pero Atlanta utiliza una superficie más de 26 veces superior y emite más de 10 veces más dióxido de carbono. Barcelona ofrece transporte público mucho mejor y más económico, y su mayor densidad poblacional fomenta la eficiencia de la red. De la misma manera, si bien Tokio tiene más habitantes que Nueva Delhi o Ciudad de México, los tiempos de traslado son mucho más cortos, debido a una planificación urbana más inclusiva y grandes inversiones en infraestructura.
Los ricos eligen dónde vivir en parte teniendo en cuenta los tiempos de traslado, lo que hace subir los precios inmobiliarios en lugares bien conectados y empuja a los pobres a zonas periféricas. También conducen autos grandes (muchas veces solos), y así ocupan más espacio en las calles. Para ellos, el costo del transporte no es existencial.
Los pobres, en cambio, relegados como están a lugares no tan bien conectados, enfrentan tiempos de traslado más largos (un tema especialmente sensible para las madres) y deben asignar un porcentaje mayor de sus magros presupuestos al transporte. Si la infraestructura de movilidad es horrible, viajar al centro de la ciudad para obtener mejores oportunidades laborales puede ser tan costoso que la gente se queda atrapada en actividades informales menos productivas más cerca de sus vecindarios de bajos ingresos. Esto constituye una trampa de pobreza: como uno es pobre, no puede llegar adonde están los buenos empleos, lo que significa que uno seguirá siendo pobre.
En este contexto, utilizar precios de mercado para equilibrar la oferta y demanda de transporte excluiría sistemáticamente a los pobres de los beneficios de la vida urbana. Quienes tienen menos ingresos –digamos, los estudiantes de familias pobres que intentan llegar a la escuela– serían los que dejan de viajar cuando aumentan los precios. Es por eso que muchos sistemas de metro, incluso el de Santiago, tienen precios especiales para los estudiantes. De la misma manera que no utilizamos subastas para asignar órganos de trasplante, necesitamos principios distintos a los de las leyes de mercado para administrar el transporte.
Lo mismo es válido para otras amenidades urbanas valiosas. En comparación con los residentes de los suburbios, las habitantes de las ciudades tienden a pasar menos tiempo en sus departamentos más pequeños y más tiempo en espacios públicos compartidos. Pero el Central Park de Nueva York, el Hyde Park de Londres o el Bois de Boulogne de París, que están disponibles para todos de manera gratuita, pronto se convertirían en clubes de campo o barrios cerrados si cayeran en manos del mercado.
Como el grueso de los costos del transporte son fijos, en el sentido de que se incurre en ellos en el momento de la construcción, las ciudades tienen muchos grados de libertad para decidir quién paga por ellos y cuándo. Consideremos un sistema de metro: ¿qué porcentaje del costo debería ser pagado por las futuras generaciones, los jóvenes, las personas mayores y la población en edad laboral? ¿Cuánto deberían pagar los usuarios del sistema y cuánto quienes se benefician de una menor congestión en las calles o del incremento del precio de los inmuebles gracias a su proximidad a una estación?
Aún más importante, ¿qué porcentaje de la asignación del espacio urbano debería dejarse en manos de los mercados, donde cada dólar vale lo mismo, y cuánto dedicarse a un mecanismo que trate a todos los ciudadanos por igual? Como señaló Michael Sandel de Harvard: “Cuantas más cosas puede comprar el dinero, más difícil es ser pobre”. Si el acceso a barrios seguros, buenos empleos y espacios públicos está limitado por la falta de dinero, los pobres tenderán a considerar injusta la asignación que resulte del mercado.
Nada de esto justifica los subsidios a la gasolina. Todo lo contrario: estos recursos deberían utilizarse de manera mucho más eficiente y justa en garantizar que todos tengamos acceso a las oportunidades y placeres de la vida social. Pero lo que la gente espera, y lo que los gobiernos deberían brindar, son políticas que mejoren la calidad del espacio público compartido y la eficiencia y disponibilidad de los medios para recorrerlo.
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