Esta nota se ha publicado durante varios años por estas no siempre alegres fechas navideñas. Es  como un mensaje a los hijos idos, pero también a esos hermanos, sobrinos,  amigos que  percibieron -como diría Leonardo Padrón- que “el país es un largo Mercurio retrógrado”. Se nos fueron muchos y  no fuimos capaces de atajarlos. Se pasa el tiempo y entre tropezones ya es como un saludo normal entre amigos preguntarse cuántos chamos tenemos afuera y en dónde, pasan los años y  no se ven, solo por la minúscula pantalla, la mayoría no regresan, se acostumbran a su nueva vida, su nueva lucha, los afectos se mantienen pero las posibilidades del ir y venir, prometidos en la partida y que siempre están en la mente, se van alejando. La releo y no le cambio ni una coma.

“Es el mismo miércoles en la tarde. Lluviosa está Caracas y totalmente nublada, Me recuerda los tiempos que viví en Portland, ciudad que al igual que Londres y Lima tienen un déficit de sol. Cuando este maravilloso clima de Caracas se cansa de consentirnos tanto, nos produce como un aura de nostalgia. No es para menos, no son pocas las razones para ello, la pandemia nos tiene aturdidos, los amigos que se van del todo y de a ratos, la incertidumbre  de la política, el caos del planeta, las secuelas del calentamiento global y lo más complejo de esta sinfonía de vida, la desintegración familiar, demasiada gente que ya no tenemos alrededor, sobre todo cuando se trata de los hijos. Pensaba en los míos, en los de mis familiares cercanos y en los tantos de los muchos amigos. Por ello, decidí sacar del polvo de los textos convertidos en moléculas electromagnéticas seguramente un pasaje sobre los hijos que se van. Lo revisé, poco que agregar o quitar, el mismo sentimiento en estos tiempos que cuando se fueron.

Me decía en ese lamento de  todos los días en esta Venezuela maltratada muchos hijos se nos van. Los muchachos que la nación vio nacer se enrumban buscando nuevos destinos, dejan su bosque y escarban por un nuevo refugio. Una frustración para quienes apostaron por su futuro constatar que lo que hicimos bien como padres, no lo logramos como ciudadanos. No les hemos dado el país noble y estable que se merecen. Cuando llega el momento de la partida nos embarga una gran tristeza. Se produce un dolor que se aloja en el pecho. Es como un papagayo que se nos desprende en pleno vuelo. Cuando un hijo se va te queda la sensación de una tarea que faltó por cumplir, que algo más pudiste dar. Piensas en el tiempo transcurrido, en el recorrido, piensas en la rutina que compartieron y los días que pasaron bajo el mismo techo muchas veces sin estar presentes.

Te increpas, cuántas veces salimos a caminar y pudimos escucharle para compartir sus sueños. Cuántas veces lo acompañaste al médico. Cuántas horas pasamos juntos pero ausentes. Cuando un hijo se va se produce un gran vacío, queda el tormento de que el tiempo ya no se regresa, lo que hiciste bien y lo que no ya el pasado lo borró. Cuando un hijo se va, la vejez se acelera, la tristeza te embarga.

Cuando un hijo se va te queda la duda del reencuentro. Te preguntas cuántas veces lo volverás a ver. Cuánto tiempo más pasaremos juntos. Cuando un hijo se va es como el viento que se lleva una hoja. Siempre te queda la duda de cómo su futuro será. Allí te recriminas sobre si lo hiciste bien. Si tu verbo lo ayudó y lo orientó a tiempo. Si lo poco o mucho que le diste de algo sirvió. Te queda la incertidumbre si será que recuerdan más lo que le diste que lo que dejaste de dar. ¿Será que el abrazo y el beso de noche pesó menos que el regaño fugaz? Cuando un hijo se va el silencio sube de volumen, la tristeza te embarga y el tiempo te increpa. Muchos países reciben a miles de venezolanos.

Los padres se quedan luchando con la esperanza de que esos hijos algún día regresen”.

Feliz Navidad a mis estimados lectores.


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