Al retomar esta columna, pido perdón, a mis lectores, por distraer su atención con un asunto tan personal, pero que necesito expresar en voz alta, como un sentido homenaje a Carlota Leret O’Neill.
Es difícil hablar -o escribir- sobre una experiencia traumática que nunca antes habíamos vivido en carne propia y que, por lo tanto, no conocíamos. Esta vez, la desgracia ha tocado a mi puerta, trayéndome una inmensa carga de dolor. Perdí a Carlota, mi esposa, mi amiga, y mi compañera de toda una vida. La conocí en Londres, hace justo cuarenta y siete años, y de inmediato hubo entre nosotros una conexión espiritual que, en lo que a mí concierne, ni siquiera la separación física ha podido romper. Gracias a ella, y con ella, conocí y disfruté de la música de Nana Mouskouri, la misma música que ahora me hace sufrir, y que escucho mientras escribo estas líneas, recordando nuestra estancia en Londres. Al parecer, en la escuela nos habían enseñado los mismos poemas –o habíamos leído los mismos libros–, porque nunca pude sorprenderla, ofreciéndole, como propios, unos versos escritos por Gustavo Adolfo Bécquer, Rubén Darío, Gutierre de Cetina, Jorge Manrique, o Pablo Neruda, pensando en mujeres como ella.
Compartíamos las mismas inquietudes sociales y políticas, coincidíamos en nuestras ideas sobre la religión, nos gustaba disfrutar de las cosas sencillas y, a veces, también de las más sofisticadas. Viajamos juntos por casi medio centenar de países, teníamos amigos a ambos lados del océano, y disfrutábamos de nuestro hogar, en el que fuimos acumulando recuerdos de distintos lugares. Coincidimos, más de una vez –en algún restaurante, o en el lobby de un hotel–, con figuras famosas del cine, la literatura y la política. Vivimos aventuras y experiencias inolvidables, siempre enriquecedoras –unas pocas, fantásticas, muchas divertidas, algunas curiosas, y otras decididamente peligrosas– que, cada cierto tiempo, nos encantaba rememorar, en compañía de nuestros queridos amigos, en la terraza o junto a la chimenea. Jugamos, cantamos, reímos, discutimos y, a veces, también lloramos; pero fuimos inmensamente felices.
Quienes tuvieron la oportunidad de conocer a mi querida Lotti (como la llamábamos en familia), saben de su inteligencia y su cultura. Pero lo que la distinguía era su gracia y su encanto especial, que transmitía confianza, alegría y bondad. Iba por la vida discretamente, sin hacer alardes de ningún tipo; su tono de voz era siempre suave y educado, y trataba a todos con respeto y consideración. En su trabajo, que la llevó a ser la gerente de compras internacionales de una prestigiosa empresa venezolana, sus proveedores sabían que era dura negociando, pero también conocían de su rectitud, y de que era mujer de una sola palabra, que la respetaba incluso en las circunstancias más adversas. Como ella solía decir, el valor de la palabra empeñada es más valioso que un contrato escrito y debidamente firmado. Su estilo no era jugar con cartas marcadas, y nunca recurría a la intriga, al fraude o al engaño; era transparente y cristalina, como el agua que trae el manantial. Pero, cuando era necesario, también sabía mostrar su valentía, su entereza y su carácter. Por eso, sus compañeros de trabajo la querían, pero también la respetaban.
Amante de la libertad y la justicia, siempre hacía sentir su solidaridad a aquellos que eran víctimas de la exclusión social, que eran perseguidos por sus ideas políticas, que eran oprimidos por las mayorías, o que eran víctimas de la discriminación y la intolerancia. Creía que la sociedad estaba en deuda con las mujeres, al no tratarlas como iguales y al no otorgarles el lugar que merecían, no por ser mujeres, sino por su talento y sus capacidades. Reconocía las diversidades culturales y el derecho de cada pueblo a preservar su propia cultura, pero no a expensas de sacrificar la libertad y la dignidad de las personas. Respetaba los proyectos de vida de cada cual, y defendía su derecho a hacerlos realidad. Aunque puede que no compartiera exactamente las ideas, las preferencias sexuales, o el estilo de vida de un colectivo en particular, quienes formaban parte de esos sectores siempre tenían en ella a una amiga, y a una aliada en defensa de sus libertades.
Lotti tenía un corazón de niña y un alma de gigante. En nuestro viaje a la India, le afligieron –hasta las lágrimas– las decenas de manos extendidas que surgían de pronto, víctimas de la miseria, pidiendo una limosna en cada semáforo, y en cada recodo del camino. Sentía como propio el sufrimiento de los demás. No podía ver películas de violencia. En Buenos Aires, en la Escuela de Mecánica de la Armada, que había servido de centro de torturas de la dictadura militar, no resistió el relato del guía que nos describía las atrocidades que allí se cometieron, y tuvo que apartarse para contener su rabia y las náuseas que le provocaban tanta maldad.
En su afán por compartirlo todo, disfrutaba de mis éxitos académicos o profesionales, y sufría con mis tropiezos. Pero siempre estaba allí, para acompañarme, tanto en los momentos de alegría como en los de tristeza. Ella era la voz que me alentaba a hacer lo que sabía, y la que siempre me acompañaba en mis aventuras quijotescas. Le molestaba que ningún gobierno venezolano jamás me hubiera tenido en cuenta para nada; y costaba explicarle que eso se logra haciendo política, que yo no militaba en ningún partido, que no medraba en torno a los círculos del poder, que no sabía abrirme paso con el codo, y que me sentía contento con ser, simplemente, alguien cuya vida siempre había girado en torno a la universidad. Sin embargo, aunque yo me sentía feliz sólo con tenerla a ella, Lotti hubiera querido colmarme de todo lo que –con razón o sin ella– creía que me merecía.
Un querido amigo decía –y lo sigue diciendo, a todo el que lo quiera oír– que Lotti era la autora de mis libros y de todo lo que yo publicaba en esta columna, porque ella era la única que tenía talento en la familia. Y no deja de haber algo de verdad en esa afirmación. Respecto de mis artículos en estas páginas, antes de enviarlos a la redacción del periódico, cada uno de ellos pasaba por la revisión de Lotti, quien siempre me hacía observaciones atinadas. A veces, ella me advertía que había un párrafo que no se entendía, o que el texto era demasiado técnico, o que era demasiado condescendiente con los que mandan, o me hacía notar que faltaba una conclusión más firme y contundente. Otras veces, consciente de que vivíamos bajo un régimen liberticida, me pedía que quitara tal o cual frase, porque era demasiado peligrosa para mi libertad o mi seguridad. Pero su sensibilidad, su ingenio, y sus ideas, siempre estaban allí. Ahora, tendré que arreglármelas solo, sin su inspiración y sin su orientación repleta de sentido común.
Desde su muy temprana infancia llevó una vida de novela, aunque ésta haya comenzado con un drama terrible. Siendo muy niña, la Guerra Civil española le arrebató a su padre –el capitán Virgilio Leret Ruiz–, quien fue fusilado por no haberse plegado a los golpistas, y por haber sido leal a la Constitución que, como militar, él había jurado defender. En esos mismos días, la separaron de su madre –la escritora Carlota O’Neill–, a la que encarcelaron por haber escrito la primera crónica de la guerra civil española. Esas experiencias marcaron profundamente su vida, la hicieron madurar emocionalmente, y forjaron su personalidad, sus ideas y su carácter. Después vendría el exilio en Venezuela, que fue su refugio y que, en democracia, le dio alas para soñar.
Tuvo la fortuna de que se rescatara del olvido la memoria de su padre, inventor de un motor a reacción que, por los avatares de la guerra, no se llegó a producir, pero que fue contemporáneo con los motores a reacción del inglés Frank Whittle y del alemán Hans von O’Hain. Actualmente, una maqueta del motor del ingeniero aeronáutico y capitán Leret se exhibe en el Museo del Aire de Madrid, como uno de los precursores de la aviación moderna. Paralelamente, las obras de su madre, la escritora Carlota O’Neill, perdieron el polvo de las bibliotecas, fueron reeditadas una y otra vez, y dieron origen a varias tesis doctorales, particularmente en Estados Unidos, España y Francia. Todo esto fue un motivo de orgullo y alegría para Lotti. Ella siempre quiso escribir un libro sobre sus padres, asunto en el que, lamentablemente, ninguno de sus familiares mostró interés en ayudarla y en tomar el testigo. Si hoy se conoce algo sobre la vida de sus padres, sobre su aporte a la historia reciente de España, a la lucha por la libertad en la época del franquismo, a la aviación y a la literatura, es gracias a Lotti y un puñado de amigos.
Me queda, como herencia, un enorme vagón, atiborrado de hermosos recuerdos. Tuve el privilegio, y la dicha, de recorrer junto a ella buena parte de nuestras vidas, de haber disfrutado de su amor y de haberla amado con pasión. Doy gracias a la vida por todo eso; no podía haber aspirado a nada mejor. Después de casi medio siglo juntos, su presencia, su voz, sus ojos, sus caricias, su sonrisa siempre franca y sincera, su dulzura, su serenidad, y toda ella, Lotti era parte de mi piel. Ella era, para mí, tan necesaria como el aire que respiro. Ella me decía que los dos éramos como un solo cuerpo y una misma voluntad. En los últimos tres o cuatro años, cuando su salud comenzó a quebrantarse, le gustaba cuando nos quedábamos solos, porque decía que no necesitaba nada más; eso, que era para mí el mayor de los elogios, era también un sentimiento compartido, que sólo pueden comprender los que han conocido el amor. Ahora, ya no podré sostener sus manos ni besar sus labios; ya no podré escuchar sus “palabras mágicas”, que eran un festín para mi alma. Echaré de menos todo eso. Sin haber aprendido a caminar solo por la vida, con su partida, siento que he perdido la mitad de mí mismo. ¡La mitad más amable, más noble y más sensible! ¡La mejor mitad!
¡Hasta siempre, mi querida princesa!
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