A Belén Lobo
La danza como como arte escénico constituye un universo en apariencia inaprensible. No obstante compartir un aparente mismo cuerpo como instrumento e impulso fundamental, sus manifestaciones tradicionales populares teatralizadas, los rígidos preceptos formales que sustentan la danza académica y la diversidad de corrientes estéticas que conforman el ámbito de la danza contemporánea, pueden tenerse con frecuencia como estancos distantes y poco permeables unos con otros.
La actual revalorización del concepto de integración de las artes –esencial e inherente al hecho creativo– ha propiciado un renovado acercamiento entre disciplinas y también otras miradas hacia lo interno de ellas mismas. Ya los creadores de la danza escénica tradicional, académica y contemporánea no se miran con recelo. Por el contrario, han logrado puntos de encuentro sobre visiones conceptuales, éticas, estéticas y técnicas del cuerpo como entidad creativa, reforzando con ello los principios de autonomía largamente postergados y finalmente alcanzados universalmente en el transcurso del siglo XX.
La danza artística venezolana en la triple dimensión señalada, comenzó a representar un factor importante dentro de una consideración oficial de la cultura hacia mediados de los años sesenta de la centuria pasada, cuando el novísimo Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, Inciba, adscribió a este organismo las instituciones preexistentes Danzas Venezuela, Ballet Nacional de Venezuela y Teatro de la Danza Contemporánea, dando así un inédito respaldo institucional. Luego vendrían la creación del Ballet y la Escuela del Inciba y la Compañía Nacional de Danza, todos proyectos efímeros en el tiempo pero que significaron políticas específicas para danza que finalmente emergería como “sector”.
Le seguiría el tiempo del surgimiento y la labor sostenida de compañías, agrupaciones y centros educativos que mostró en toda su diversidad los distintos caminos transitados por la danza escénica nacional. Su presencia se fortaleció a partir de los años setenta y hasta los noventa inclusive, además de alcanzar niveles de profesionalización y proyección internacional notables. Cuántos festivales, galas, muestras coreográficas y encuentros compartidos evidenciaron la trascendencia de este movimiento. En el ámbito oficial continuó, ahora desde el Consejo Nacional de la Cultura, Conac, la incorporación de la danza cada vez con mayor especialización a las estructuras burocráticas del Estado.
Todo este proceso tuvo un origen en un acontecimiento olvidado y por tanto desconocido por la mayoría, que representa, seguramente, el punto de partida de la visión sectorial aludida en la danza venezolana. Los días 9, 10 y 11 de junio de 1955 compartieron quizás por primera vez el mismo escenario la danza nacional tradicional, académica y contemporánea, que apenas mostraba sus iniciales desempeños profesionales. Fue en una temporada realizada en el Teatro Nacional de Caracas para conmemorar el cincuentenario del referencial edificio teatral de la esquina de Cipreses, inaugurado en 11 de junio de 1905 durante el gobierno de Cipriano Castro.
Durante esos días, alternaron en la escena proyectada por el arquitecto Alejandro Chataing, de la que también participaron el pintor Antonio Herrera Toro y el escultor Miguel Ángel Cabré, el Retablo de Maravillas, institución creada por Manuel Rodríguez Cárdenas desde el Ministerio del Trabajo cinco años atrás y que había aglutinado a un significativo número de creadores, investigadores y docentes alrededor de las categorizaciones de la cultura popular; el Ballet Nena Coronil, fundado en 1954 por María Enriqueta Coronil Ravelo con el concurso de los estudiantes avanzados de la Escuela Nacional de Ballet, tenido con el primer intento por profesionalizar la danza académica en el país; y el Teatro de la Danza, primera institución de danza moderna establecida en el medio venezolano debida a la iniciativa del bailarín mexicano Grishka Holguín.
El Retablo de Maravillas interpretó en el Teatro Nacional, bajo la dirección artística de José Jordá, un programa a cargo de las agrupaciones Tierra firme y Cerro del Ávila, integrado por obras del repertorio tradicional popular venezolano y la escenificación de Tamanaco, libreto de Manuel Rodríguez Cárdenas, música de José Reyna y las actuaciones de Yolanda Moreno, Orlando Zavarce y un amplio elenco artístico.
A su vez, el Ballet Nena Coronil escenificó Espectro de la rosa (Fokine-Land-Weber), El lago de los cisnes, pas de trois del primer acto (Petipa-Land-Tchaikovsky), Bodas de Aurora, pas de quatre del primer acto y grand pas de deux (Petipa-Land-Tchaikovsky) y Sinfonía (Pietri-Figueredo). Conformaron el elenco figuras en ascenso dentro de la danza académica de la época, entre ellas Belén Lobo, Maruja Leiva, Yolanda Machado, Margarita Espino, Lilian Aranguren, Keyla Alfonzo y Alfredo Pietri.
El Teatro de la Danza presentó la obra experimental Estudio número siete (Holguín-Desman), diseños de Alberto de Paz y Mateos, ejecutada por Grishka Holguín, Conchita Crededio, Rosa Bernal, Omar García, Luis Sosa, Nicolás Mesa y Jean Raimbeaum, entre otros noveles intérpretes.
Esta programación cincuentenaria también contó con la participación de la Orquesta Sinfónica Venezuela, dirigida por Pedro Antonio Ríos Reyna, actuando como solista la pianista Judith Jaimes en la interpretación del Segundo Concierto para piano y orquesta en mi menor, de Félix Mendelssohn.
Un hecho perdido en los registros de la historia mostró por primera vez, de manera unitaria, los senderos diversos que comenzaba a recorrer la danza escénica venezolana. El Teatro Nacional de Caracas fue testigo. Fecha no solo para recordar, sino sobre todo para reivindicar.