Desde hace varios años, la censura en cine y televisión se debate con preocupación, en especial porque en nuestra época la sensibilidad política y cultural tiene una influencia más que conveniente sobre el tema. Cuando los medios deben rendir cuentas a los interlocutores equivocados: el cine prohibido.
Durante buena parte de la historia del cine, el qué mostrar y decir en pantalla ha sido un dilema al que se enfrentó una considerable cantidad de directores, actores y guionistas. La llegada de la televisión sólo hizo aun más complicada la cuestión sobre lo lícito en el lenguaje visual y argumental, lo que puso sobre los hombros del talento delante y detrás de cámara, la responsabilidad acerca del mensaje que se difunde y la forma en cómo se hace.
Desde las condiciones políticas que presionan sobre diverso temas y tópicos, hasta la vigilancia moral basada en la sensibilidad de las masas, la censura se ha convertido en un debate incómodo que muy pocas veces se lleva a cabo en toda su amplitud. También se trata de una mirada que preocupa sobre la forma en que concebimos la libertad moral e intelectual del séptimo arte y sus variantes. Desde la propaganda pura y dura, la percepción del mensaje de masas como medio de condicionamiento hasta la opinión personalísima, el objetivo del cine y la televisión — sus lenguajes y variables — será con frecuencia motivo de una durísima discusión moral.
Por supuesto, no es un tema actual: En Europa y Asia, la producción cinematográfica se enfrentó al peso ideológico por más de cincuenta años, lo mismo que pasó en Norteamérica con el controvertido Código Hays, que gravitó sobre todas las producciones de la meca del cine hasta convertirse en un elemento ineludible para comprender la evolución del cine en Occidente. Para buena parte de los regímenes políticos, gobiernos en ejercicio y facciones políticas, el cine y la televisión es un espacio en disputa, una forma de expresar las discusiones públicas y en especial, una manera de comprender los movimientos culturales.
De modo que no sorprende en absoluto, que en la actualidad haya un resurgimiento del análisis del lenguaje en pantalla a través de las grandes discusiones contemporáneas. Desde la inclusión, lo representativo como medio difusión, la promoción de minorías hasta la visión de las relaciones humanas en su totalidad, el lenguaje cinematográfico lleva una carga de mensaje que resulta complicado de digerir y analizar. La censura vuelve a ser motivo de polémica y en especial, cuando se relaciona de manera incómoda con temas específicos que colindan con movimientos sociales e intelectuales de considerable preeminencia. ¿Qué dice el cine en la actualidad? ¿Qué mensaje transmite? ¿hacia donde se dirige?
Un viejo problema con un nuevo rostro
Para comprender algo semejante, vale la pena recorrer el camino que la llevó hasta el actual clima de presión sobre el mensaje cinematográfico. Y de hecho, analizarlo desde sus matices. Porque la censura actual no tiene relación directa con un régimen, una postura política o un conjunto de leyes (aunque puede estarlo), sino como una percepción sobre lo políticamente correcto o lo aceptable, en medio de una revalorización de la empatía del mensaje y el discurso. Lo cual lleva, a buscar los antecedentes más inmediatos. ¿Cuando comenzó el cine a ser motivo de discusión por su relación con las grandes discusiones de la época?
Quizás uno de los casos más conocidos, sea el del director Peter Watkins. En 1965, el realizador recibió de manos de la BBC un proyecto en el que debía analizar las consecuencias sobre los efectos — posibles y lo bastante aleatorios como para que fueran clasificados de ciencia ficción — de una guerra nuclear en Gran Bretaña. Por entonces, el miedo a un conflicto semejante era real y había una buena cantidad de discusiones sobre el tema, que incluía el hecho central sobre cómo podría reaccionar el país con respecto a un fenómeno del que se tenían pocos datos y sí, muchas especulaciones.
Para la época, los efectos de las bombas nucleares en Hiroshima y Nagasaki aun estaban en debates — aunque el poder destructivo que había devastado a ambas ciudades era obvio — por lo que la premisa sobre la que debía basarse Watkins era más cercana a la ucronía que a la distopia. Las condiciones de un enfrentamiento semejante colindaban además, con un clima político mundial exaltado: El enfrentamiento entre las potencias era cada vez más acentuado y luego del asesinato de JFK en 1963, la condición de la posibilidad que Rusia o Estados Unidos terminaran por provocar una conflagración a gran escala era muy cercana.
De modo que Watkins elaboró una teoría que le permitiera contar el posible suceso desde lo básico: la película The War Game, era un film en forma de un noticiero que contaba en aparente tiempo real, las horas previas al gran ataque, así como el clima final de lo que sería la destrucción definitiva. El film utilizaba tomas de archivo y la condición de tomas realistas, para crear una atmósfera de verosimilitud, que terminó por convertirse en un raro ejemplo de narrar la historia que un no sucede.
No obstante, la película no llegó a transmitirse: el formato, el poder del mensaje y lo terrorífico de sus implicaciones — como dejar claro la incapacidad de gran Bretaña para lidiar con una situación semejante — horrorizaron a los ejecutivos que tuvieron la oportunidad de ver el material antes de su transmisión. Para Watkins fue una sorpresa: sólo había elaborado un documento visual con los recursos a su disposición. Y mientras la producción de BBC alegó que se trataba de un espectáculo “en exceso horroroso” que podía “afectar la moral de la nación”, el realizador concluyó — con bastante tino — que lo más probable es que se tratara de un documento que ponía al descubierto no sólo la inmensa y peligrosa proliferación de armas nucleares, sino del clima político que se vivía y que hacía que una conflagración de semejante magnitud fuera posible y una realidad muy cercana.
Al final, la película llegó a proyectarse pero fuera de Inglaterra en la que obtuvo un éxito rotundo — incluso fue nominada al Oscar — pero que puso en tela de juicio la decisión de la BBC sobre la posibilidad de su transmisión. Fue una de las primeras ocasiones en que se debatió en voz alta el hecho de la censura indirecta, la que proviene del peso de ideas incómodas y no de una ley que prohíba directamente el debate cinematográfico o televisivo de un tema. ¿Qué era lo que causaba tanta incomodidad en The War Game?
En realidad, era la combinación de varias cosas: después del asesinato de JFK, la paz mundial tenía más relación con delicadas negociaciones internas fuera del alcance de la opinión pública, que con verdaderos acuerdos que pudieran sostener la idea de un sistema de control de armas de largo alcance. La inestabilidad y la fragilidad de semejante situación, creó un clima de paranoia que aterrorizó a buena parte de la generación que creció con la posibilidad de un conflicto nuclear a cuestas, sino la siguiente, que esperaba que la posibilidad quedara conjurada antes o después. Watkins analizó el tema, lo sostuvo como una premisa impecable y al final, terminó por elaborar una percepción sobre el bien y el mal contemporáneo. Después, el director británico insistiría en que la película “le había hecho comprender el riesgo real de una época sin garantías”. Quizás, lo mismo que los ejecutivos de la BBC temieron ocurriera con el público.
Lo blasfemo como emblema:
En 1961, Luis Buñuel filmó la que por años se consideró la película más controversial de la historia de España: Viridiana, pasó una buena cantidad de tiempo entre las manos de censores, además de ser analizada desde todas las ópticas posibles, para permitir su proyección. La férrea censura franquista intentó modificar el final, el montaje en edición e incluso, llegó a retrasar el estreno, con la esperanza de influir de manera definitiva en su contenido. No obstante, Luis Buñuel era mucho más hábil que las oficinas de censura del régimen y con una serie de pequeñas trampas y juego de habilidad, logró proyectar su película en Cannes antes que los censores hicieran lo suyo “Nos temíamos lo peor si antes de su estreno en Cannes era visionada por el director general de Cinematografía”, contó hace varios años Pere Portabella, el productor de Viridiana a El País de España.
Con su aire brutal y anticlerical, además de un subtexto subversivo que jamás habría podido atravesar la férrea censura de la época, la película se convirtió en el símbolo de un tipo de cine mensaje que aun perdura. No se trataba tanto de lo que se mostraba sino de lo que se sugería, lo que hacía que la película se convirtiera en un verdadero terremoto que sacudió la forma en que España comprendía el cine hasta entonces. Buñuel había creado la obra máxima de su lenguaje rompedor e iconoclasta: la película era blasfema — algo que un artículo de en L’Osservatore Romano puso en relieve — y terminó por convertirse en una insinuación de un tipo de lenguaje cinematográfico que elaboró algo más poderoso y extraño: la posibilidad de subvertir el lenguaje cinematográfico en algo más elaborado. Más que el argumento, era el peso de su trasfondo y en especial, la particularidad condición de provocar incomodidad en temas sensibles. Una idea que hasta entonces, Buñuel había trabajado y profundizado pero sin tanta perfección como en Viridiana.
Algo semejante ocurrió con Pasolini, que en 1975 creó un escándalo mundial con Saló o los 120 días de Sodoma. El filme era controversial por partida doble: por un lado era un análisis certero de la Italia fascista y otro, una exploración a las más salvajes fantasías del Marques de Sade. Juntas ambas cosas, crearon una percepción sobre el sexo y el abuso político jamás vista hasta entonces y que sacudió al cine mundial de una forma como pocas cosas lo habían hecho antes. Ya de por sí, las exageradas, crueles e incendiarias escenas sexuales eran tan duras como para provocar el horror en audiencia y censores.
Pero lo que más preocupó a la conservadora Italia — y por añadidura, a buena parte de Europa — fue la forma en que Pasolini reflexionó sobre la cultura del continente, sus rasgos hipócritas y el dolor subyacente en la política como una forma de control. Hasta entonces, pocos directores habían creado un afecto semejante y cuando la película fue estrenada, la conmoción llegó hasta la mísmisima Santa Sede, que consideró la obra como “una blasfemia desde la primera escena” y desencadenó un efecto radical que incluyó una orden judicial para impedir su estreno, además de dos meses de prisión para el productor Alberto Grimaldi. Lo más curioso es que Pasolini murió un año antes del escándalo, lo que permitió a la Iglesia de acusarle de “poner en peligro su alma inmortal” debido a la película.
La política es el medio
Claro está, la política sigue siendo el motivo principal para la censura. Sin embargo, lo más curioso son los casos que demuestran que el rechazo a cierto contenido o simbolismo no proviene sólo de las autoridades: desde lo sufrido por Costa - Gavras (que luego de filmar su controversial película Z en 1969 tuvo que abandonar Grecia, en medio del desprecio colectivo), hasta el efecto de La Patagonia rebelde (1974) de Héctor Olivera, filme que se enfrentó a la todopoderosa Isabel Perón y provocó el exilio de parte de su equipo de producción, la política es un motivo más que directo para la censura cinematográfica y lo que es aun más preocupante, el enfrentamiento entre la opinión pública y las propuestas en pantalla.
Un dilema semejante ocurrió en Rusia con Sayat Nova (1961), de Serguei Paradjanov, que despertó la suspicacia del poder por su contenido religioso y subtexto político, lo que hizo que su director terminara en la cárcel, torturado y por último, sufriendo el escarnio público. Al final, la censura provenía no solo de las autoridades, sino también de la concepción general que la película era “peligrosa” por mostrar a la religión como un elemento deseable. De la misma manera que Pasolini en Italia, la censura fue un peso público que también, sostuvo al político.
La mirada actual:
Por extraño que parezca, el mismo peso censor de la opinión pública está teniendo efectos similares en la actualidad que los que tuvo en el pasado: el reciente escarceo de HBOMAX con acusaciones de racismo, las advertencias que incluye buena parte del contenido clásico de Disney plus y al final, la crítica directa a situaciones de índole ambiguo — como la queja por los tres dedos de las brujas en The Witches, de Robert Zemeckis — dejan muy claro que la cualidad de la censura, no siempre es un instrumento político, sino una manera para medir la temperatura cultural, en ocasiones tan restrictiva y peligrosa como una ley que pueda regular los contenidos. ¿Está el cine de nuevo amenazado por la censura tácita del público? Es la gran pregunta que deja tras de sí este atípico 2020.