El ser humano nace vacío. En lo intelectual y en lo físico es, durante los primeros años de su vida, una criatura por completo dependiente. Se trata de una característica que establece una peculiaridad distintiva respecto al resto de las especies animales. De ahí que su capacidad para imitar comportamientos y asimilar aprendizajes se halle en estrecha vinculación con sus expectativas de supervivencia. Pero para que pueda imitar, necesita un modelo; y para que le sea dado aprender, precisa de alguien que le enseñe.
Estas consideraciones previas, en sí mismas meras obviedades, deben volver a recordarse hoy, cuando ni los aspectos más palmarios de la experiencia se hallan a salvo de un hipotético cuestionamiento. De hecho, la posmodernidad prospera bajo el signo de la autorrealización. El individuo emancipado de la cadena generacional, liberado de los condicionamientos que influyen en la configuración de nuestro ser más profundo se ha erigido en el emblema de los nuevos tiempos. No se trata, por lo demás, de un fenómeno inédito. Recordemos que Rousseau ya había elevado a símbolo canónico de una cierta condición angelical el mito del buen salvaje, a quien sólo manteniendo en una feliz ignorancia de las costumbres y normas por las que se rige la sociedad se consigue preservar en su pureza originaria.
Pese a situarse en aparente contradicción con las tesis ilustradas, las fantasías russonianas alimentaron el espíritu de la Revolución. Como fenómeno complejo que es, la Revolución hizo ostentación de su propio muestrario de paradojas, algunas de ellas de índole más bien sangrienta: asesinó en nombre de la fraternidad; levantó la bandera de la soberanía del pueblo, pero fue el poder del aparato estatal el que, en detrimento de la libertad colectiva, es decir, política, salió fortalecido tras cada estallido revolucionario; proclamó el derecho de todas las clases sociales a la educación y, al mismo tiempo, hizo de la ruptura con la tradición cultural que le precedía uno de sus propósitos explícitos.
Este último es el elemento doctrinario que, de manera más o menos solapada, ha perdurado con más fuerza hasta hoy. Cuando se habla de la continua rebaja del nivel educativo son diversos los factores que se traen a colación, pero tiende a olvidarse el hecho de que se trata de una circunstancia en completa sintonía con el espíritu revolucionario que sigue definiendo el clima político de nuestro tiempo. Si no se entiende que lo que la revolución persigue, por encima de proclamas igualitarias y apelaciones a un idílico estado de armonía universal, es el vaciado integral de la persona y su consecuente desgajamiento de la matriz espiritual que hace posible su inserción en una comunidad histórica concreta, no alcanzamos a calibrar el verdadero calado de su propuesta.
Un individuo vacío de conocimientos, es decir, privado de una cosmovisión robusta y estable, es un ser casi tan inerme en lo psicológico como pueda serlo en lo físico un niño recién nacido. Su destino más probable consiste en un eterno vagabundeo a través de la superficie de una realidad que no comprende por la sencilla razón de que ha sido privado de las herramientas necesarias para su análisis. Semejante carencia lo convierte en la víctima idónea para toda clase de manipulaciones. Sucumbirá a la penuria lingüística mediante la cual el poder degrada el pensamiento a una vacua superposición de clichés, y asumirá, sin el menor asomo de crítica disidente, los dogmas con que la cultura dominante aspira a imponer su diseño del mundo. En pocas palabras, quedará reducido a la condición de un indiviudo-masa abocado a la búsqueda de la realización personal a través de las dos únicas actividades que el sistema le empuja a ejercer sin trabas: la producción y el consumo.
Vale la pena detenerse un momento en este punto porque entre los eventuales lectores del texto intuyo alguna que otra ceja escépticamente enarcada. No les culpo. Uno menciona el término revolución y la reacción más inmediata consiste en preguntarse en qué enclave de la geografía occidental se levantan hoy las barricadas, dónde arden las calles, cuál es el orden institucional que está ahora mismo siendo violentado. La ausencia de tales indicios admite una explicación, aunque no niego que desconcertante y hasta cierto extremo arriesgada. Es la siguiente: en la modernidad, es el poder quien asume un cariz revolucionario en el sentido de que, al socavar la tradición, erige una mitología propia, en muchos de sus aspectos opuesta a los fundamentos sobre los que se había venido asentando nuestra civilización.
Ahora bien, en la actualidad el poder ostenta un sesgo crecientemente global. Se tiende a convertir la entera estructura cultural, cada vez más homogénea, en un instrumento de control de masas. En este entorno, se produce además una casi obscena fusión de intereses entre la política y el ámbito de las grandes corporaciones económicas. Ambas esferas convergen en su propósito –insistamos, de neta filiación revolucionaria- de, a partir de ese vaciado integral de la persona del que ya se ha hecho mención, establecer una moral inédita que comporte la gestación de un individuo igualmente modificado. ¿Y cómo ha de ser ese nuevo individuo sobre cuya interioridad los actuales señores del mundo pretenden ejercer su vasta labor de ingeniería? En pocas palabras, un individuo sin arraigo, desconectado de la cadena generacional, consumidor bulímico de los productos anestesiantes que le proporciona la industria del entretenimiento. Al hilo de semejante pretensión, no cabe extrañarse de que la utopía pedagógica posmoderna se halle por completo alineada con la ideología mercantilista de lo global.
Tras este perfil, cada vez más extendido en el contexto de las llamadas sociedades demoliberales, se atisba una precarización de la vida de cuyos rasgos vienen dando testimonio algunas de las obras literarias y cinematográficas más estimulantes de nuestro tiempo. Ellas dibujan el panorama, entre bufo y sombrío, en el que una civilización sella su destino. Por lo demás, conviene no olvidar que para llegar a ese punto -en realidad, una nueva modalidad de barbarie-, nuestras autoridades educativas han hecho gala de un entusiasmo activo. Su desmantelamiento de las nociones de autoridad y jerarquía, su postergación del esfuerzo y la constancia en beneficio de lo leve y lo lúdico, su rasero aplanador que condena a las clases menos favorecidas a una cronificación de su estatus, han contribuido, en apenas un par de decenios, al derrumbamiento de uno de los pilares básicos para cualquier sociedad que se pretenda próspera y libre.
Pero volvamos a Rousseau. Su buen salvaje ha mutado de apariencia, pero mantiene intacto su talante. Se reconfigura hoy como un sujeto desprovisto de una identidad estable, mónada errante sin sentido de pertenencia a una comunidad que lo acoja. ¿Qué cabe hacer ahí? Sólo una cosa, quizás: paliar esa oquedad. De ese modo, enseñar, es decir, transmitir conocimientos que permitan a la persona eludir la estabulación a la que el sistema aspira a condenarla, adquiere las características propias de una actividad subversiva. Es sobre la base de tales conocimientos como la persona aprenderá a desentrañar los fenómenos –científicos, históricos o de cualquier otra índole- que conforman la realidad. Es a partir de ellos como se desarrollará su capacidad de discernimiento y su autonomía, se estimulará su imaginación y se abrirán cauces insospechados para que pueda seguir profundizando por sí misma en la vida del espíritu.
Cuando acontece en las circunstancias idóneas, existen pocas relaciones más nobles y gratificantes que las que vinculan a maestro y discípulo, alumno y profesor. En uno de sus relatos, Borges describe el establecimiento de ese lazo decisivo como el encuentro entre dos almas que merecen participar del universo. En términos menos solemnes, podríamos decir que se trata de contribuir a llenar de densidad y sentido ciertas vidas durante un periodo crucial de su formación. Ambos, alumno y profesor, comprometidos en la tarea de hacer un poco menos opacos los enigmas de nuestra condición, saldrán enriquecidos de la experiencia. Una satisfacción, por cierto, que ni el profesional del adoctrinamiento ni el docente con ínfulas de animador sociocultural ni el burócrata de alma apergaminada y al servicio de un poder disolvente llegarán nunca a conocer.
Originalmente publicado en el diario El Debate de España