A comienzos de semana, tuve la oportunidad de asistir a una actividad gremial en la que escuché a un experto en inteligencia artificial y a una joven emprendedora dueña de una fábrica de embutidos. Buena parte de la charla transcurrió oyendo cómo ambos alcanzaron sus logros y los desafíos que enfrentan a futuro.
El momento cumbre de la charla llegó cuando ambos promovieron la “Marca Venezuela”. La premisa es conocida: a pesar de las adversidades, Venezuela sigue siendo una tierra llena de oportunidades, donde emprendedores pueden capitalizar sus sueños.
Recibo este discurso con profundo escepticismo.
Durante el año 2022 y buena parte de 2023, creí que el país avanzaba hacia un conjunto de reformas que, de alguna manera, traerían un mínimo nivel de funcionalidad y apertura económica. Me equivoqué. El gobierno no fue capaz de orientarse hacia un modelo capitalista. Tres razones impiden ese logro: (i) la ortodoxia ideológica de quienes toman decisiones, (ii) la ausencia de un Estado de Derecho, sin mayor interés en establecerlo, y (iii) la corrupción (relacionada con la falta de Estado de Derecho, pero constituida como un modus vivendi).
Lo cierto es que la ilusión de vivir sin bachaqueros resultó insuficiente para generar cambios estructurales en la nación. Desde luego, se vive mejor con el dólar circulando y con tarjetas internacionales como medios de pago, pero, al final del día, estas manifestaciones no bastan para impulsar un verdadero crecimiento económico. Y no hablo ya siquiera de una economía en democracia. Ni siquiera permiten un crecimiento dentro de un entorno autoritario, al estilo de China, Vietnam o Singapur (según el espectro ideológico de preferencia).
En este sentido, creo que el voluntarismo que pregonan algunos emprendedores, si bien genera buenos ánimos e intenciones, ignora la realidad económica nacional. Nos encontramos en una economía con solo 10 vuelos internacionales al día (y, a partir de enero, probablemente menos), buhoneros de Instagram, una alta dosis de informalidad, debilidad institucional, un gremialismo «light» que le hace carantoñas al gobierno, el cual lo mira con desdén y desprecio, y, como guinda al pastel, la realidad incontrovertible de que el Estado no quiere empresarios grandes.
El gobierno romantiza al pequeño emprendedor, al artesano, al pequeño comerciante que, sin escala, resulta sumamente frágil. Su actividad puede ser una forma de supervivencia, pero no un elemento de creación de riqueza estructural para la nación. Es como si dijeran: “Bienvenidos los negocios de pocos cientos o miles de dólares, pero cuidado con los empresarios de cierta envergadura”.
Por todo esto, observo con cautela la promoción de la Marca Venezuela en estos términos. Por supuesto, es mejor tener una mentalidad positiva y constructiva, pero no se puede perder de vista cuál es el problema real del país, que lamentablemente es de naturaleza política. Hasta ahora, los empresarios parecen no haber tenido una mano ganadora en esta mesa. No les funcionó una actitud confrontativa, y no sé hasta qué punto les esté dando resultados una actitud más conciliadora.
El trasfondo se resume en una premisa muy sencilla: ¿hasta qué punto puede la sola voluntad cambiar la realidad? Como reza el dicho, la serpiente cambia de piel, pero no de naturaleza.
Aboguemos para que, al final, se den las transformaciones necesarias, y que las buenas intenciones no se queden en meras declaraciones y eslóganes vacíos.
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