OPINIÓN

Cristo en el cine

por Rodolfo Izaguirre Rodolfo Izaguirre

Al referirse a La Pasión de Cristo (2004), la película de Mel Gibson, un crítico americano acertó cuando dijo que se trataba de “la más grande historia jamás contada por… el Marqués de Sade”, en abierta alusión al carácter extremadamente brutal de la secuencia de la flagelación y la crucifixión que constituyen el plato fuerte de esta despiadada visión del Vía Crucis. Gibson conmina a Cristo a emprender nuevamente su ascenso hacia el Calvario, padeciendo esta vez más flagelaciones, golpes y brutalidades como en ninguna otra de sus anteriores apariciones cinematográficas. «No hay violencia gratuita en mi película», dijo Gibson. «Es tal como ocurrió». La hizo ajustándose al nuevo lenguaje del cine de acción y de terror, es decir, creando un espectáculo visual duro, impactante y estremecedor muy alejado de aquellas Vidas, Pasiones y Muertes de Nuestro Señor Jesucristo hieráticas, excelsas y beatíficas pero mortalmente aburridas que estuvieron sucediéndose hasta que Pier Paolo Pasolini (El Evangelio según San Mateo, 1964) y Martín Scorsese (La última tentación de Cristo, 1988) decidieron enfrentar la Pasión con una mirada más rigurosa y moderna. El primero, mostrando a  Cristo como un iracundo agitador político; el segundo, tal vez la mas interesante y amorosa visión que hayamos visto de Cristo en el cine, dejando que el Diablo lo atrape, lo confunda y lo transforme en un ser humano igual a todos nosotros.

Gibson prescinde de los archiconocidos acontecimientos anteriores al beso de Judas y prefiere detenerse en el juicio y la crucifixión para ofrecer una de las versiones más violentas y mejor narradas que hayamos visto de la Pasión. Con el beso de la traición se inicia la marejada, la espesa crueldad de los soldados romanos, el encono de Caifás, la ambigua sagacidad política de Pilatos, la chusma enardecida y la violencia física. Todos, culpables por igual.

No hay en esta Pasión ninguna beatitud ni posibilidad alguna para el éxtasis ni arrebatos místicos; Gibson entendió que Pasión quiere decir sufrimiento y al hacerlo dejó asentado que la violencia psicológica y los castigos corporales se practican desde la antigüedad. Lo que cambia son los instrumentos del suplicio. ¡Que lo digan los bolivarianos de la hora actual!

En cierto modo, Gibson hace lo que ya acostumbraba hacer el astuto Charles Pathé en 1906: confundía y entremezclaba en las bobinas bandas de apenas diez metros en las que los espectadores veían con horror pero también con no disimulado deleite, la crucifixión de Cristo junto a ejecuciones capitales como la horca, el garrote vil o la guillotina. El asesinato de la familia real de Serbia, la catástrofe de la Martinica y el magnicidio del presidente MacKinley tenían para Pathé el mismo efecto impactante sobre los espectadores que los episodios no tanto de la Vida sino de la Pasión del Redentor.

Desde sus inicios, el cine le puso el ojo al sufrimiento de Cristo; supo, de entrada, que había allí un valioso material para el nuevo espectáculo visual que comenzaba a abrirse paso. Ferdinand Zecca salvó de la ruina a Pathé gracias a una Pasión realizada a comienzos del siglo XX y hubo un Cristo coloreado de 1913 que sacudió literalmente a los fascinados espectadores.

Fue tal la admiración que provocaban aquellas películas que la Iglesia comenzó a inquietarse porque eran más los que iban al cine a ver a aquel Cristo en colores y en movimiento que los que entraban al templo para verlo inmóvil y en el mismo lugar de siempre. Resultaba más “atractivo” y novedoso el camino cinematográfico hacia el Calvario que la tradicional procesión del Viernes Santo organizada por el cura de la parroquia.

Esto hizo que Pío X, alarmado, interviniera a fin de clarificar la pureza de intenciones tanto de los productores como de los realizadores que tantas libertades se permitían con la agonía de Nuestro Señor. Su Santidad logró que se siguiera repitiendo el doloroso tránsito terrenal del Hijo de Dios pero fue responsable del torrente de películas piadosas, acartonadas y aburridas que contaban la misma historia siguiendo un guion inflexible.

Cristo continuó avanzando así, hasta que en 1927 un nuevo Simón Cirineo llamado Cecil Blount de Mille vino en su ayuda, a la vez que auxiliaba también a los espectadores. ¡Lo he dicho otras veces! De Mille resultó tan astuto como aquel Charles Pathé de comienzos del siglo XX o de este Mel Gibson de los inicios del XXI porque no sólo dejó claramente establecido que el cine es un espectáculo, sino que inventó una fórmula sorprendente y novedosa para contar piadosas historias: ¡la Biblia es Biblia más Sexo!

Fue un gran acierto porque además de contar la pasión y muerte de Cristo le entró a saco a las historias bíblicas convirtiéndolas en prodigiosos espectáculos audiovisuales empleando los recursos que la técnica cinematográfica ponía a su alcance. De Mille supo imprimir otro carácter a estas historias. Hizo de la Pasión, del Gólgota y de la Muerte de Cristo un verdadero espectáculo visual. ¡Hizo cine! Superproducciones rayanas, incluso, en el oropel y el mal gusto, pero que fascinaron a los espectadores. Inventó el espectáculo del filme “religioso” agregando cierta dosis de pagano erotismo a historias esencialmente piadosas y ejemplares.

No se trataba del paso agónico del Redentor sino de millares de extras, legiones romanas, muchedumbres delirantes, galeras romanas, esclavos namibios, leprosos, orgías y mujeres semidesnudas en danzas frenéticas y paganas.

Insertaba dentro de la ortodoxia cristiana atrevidas escenas pero insistiendo en el hecho de que ellas contribuían a destacar el sentido divino y la densidad reveladora de la Historia Sagrada. Películas como Rey de Reyes o El signo de la cruz sobrepasaron a los filmes mediocres y acartonados que se habían hecho sobre la Pasión de Cristo.

Muchas de sus películas encontraron obstáculos y suscitaron problemas con la censura. Algunas escenas de El signo de la Cruz, por ejemplo, fueron censuradas porque en ellas De Mille presentaba a unas mujeres desnudas que eran lanzadas a los gorilas. Lo que ocurría era que para De Mille el cine no era otra cosa que espectáculo.

En realidad lo que estaba defendiendo, protegiendo y dignificando era la esencia misma del cine, la gloria del espectáculo: un fervor y una sensibilidad que nunca tuvieron los asesores de Pío X en aquellos tiempos iniciales del cine. Su moral, en este sentido, podía haber sido tan convencional como la de cualquier feligrés pero no tenía empacho alguno en utilizar esa moral, la religión o la fraternidad universal como elementos para el espectáculo cinematográfico.

Es el momento para preguntarnos: ¿existe un cine religioso? ¿Cuál sería entonces la diferencia entre cine católico y un cine religioso?

Para algunos autores, el «cine católico» no significa ningún capítulo especial del cine. Es lo mismo que si dijéramos: «cine marxista». Es decir, no es un tema. El cine marxista así como el cine católico pueden tocar todos los géneros cinematográficos. En cambio, cuando decimos «cine religioso» estamos refiriéndonos a una condición sobrenatural de la existencia. El cine religioso no es patrimonio exclusivo del catolicismo y tampoco exige necesariamente la fe de quien lo realiza.

Hay muchas películas religiosas realizadas por hombres que no se consideraban religiosos pero que, de alguna manera, acertaron a reflejar en sus obras el misterio  con el que todo hombre se enfrenta tarde o temprano: el misterio de la trascendencia.

Hay quienes creen que los filmes de De Mille o películas como El Cardenal o Las sandalias del pescador son películas religiosas. Pero no es así. Son películas católicas. A estas películas les falta el «escalofrío del verdadero contacto con el misterio». Es lo que no tienen millares de películas ejemplares, rosadas, bobaliconas que se han hecho sobre la vida de Cristo o de los santos como tampoco lo tiene La Pasión de Mel Gibson.

El cine religioso es difícil de lograr porque lo religioso nunca está separado del mundo. Por el contrario, está inmerso en él pero como si no lo estuviese. Es como una luz interior que da sentido a las cosas, pero que hay que descubrir sin apoyo de ninguna demostración o esquema dogmático.

Hombres como Bergman, Dreyer, Bresson, PasolIni o Buñuel abordaron el misticismo. Pasolini era marxista y Buñuel decía siempre que «era ateo, gracias a Dios».

Para encontrar la religiosidad es necesario entonces encontrarse y enfrentarse no con el espectáculo de la vida sino con su misterio.