Estamos pasando de la época de las crisis permanentes a la época de las catástrofes inminentes. Si comparamos las tres últimas crisis –la económica de 2008, la pandemia de 2020 y la guerra actual en Ucrania, a la que dramáticamente se suma ahora la terrible escalada de violencia entre Hamás e Israel–, la diferencia salta a la vista. De momento, hay que decir que toda la modernidad está dominada por la recurrencia de las crisis. Se podría decir que ella misma es resultado de las continuas crisis y de las respuestas innovadoras que han generado en cada ocasión. Es sabido que el motor del capitalismo es precisamente la superación continua de las crisis sistémicas, destinadas a reestructurarlo. Más recientemente, la crisis ha sido la forma de gobierno de la economía neoliberal, que ha permitido gestionar los conflictos sociales haciéndolos funcionales para su modelo de desarrollo.
La crisis económica de los últimos años ya ha producido un primer desgarro, una primera ruptura de la continuidad. Lo que la caracteriza, en comparación con las de la posguerra es, por un lado, su globalidad y, por otro, su intensidad. En el transcurso de unos meses, la deuda soberana de los Estados se ha convertido en el centro de las dinámicas no solo económicas sino también políticas. Ha impuesto nuevas reglas –políticas de austeridad–, pero también cambios de gobierno, como ha ocurrido en Italia. Por no hablar del colapso de países más débiles como Grecia, perseguidos ferozmente por los más fuertes. Sin embargo, a pesar del drástico empobrecimiento de amplios sectores de la sociedad, de alguna manera el sistema ha resistido, gracias también a la consabida intervención de los bancos centrales.
La crisis pandémica, que siguió a la económica, fue muy diferente. Ya no se podía gestionar en el plano económico y tampoco en el político, porque no se trataba solo de dinero y poder, sino de la vida, la necesidad de conservarla, el dolor de su pérdida. Más que de política, se trataba de una cuestión de ‘biopolítica’. Los conflictos entre valores que abrió –entre salud y libertad, normas y excepción, inmunidad y comunidad– eran más difíciles de resolver. Todo un modo de vida cambió drásticamente y probablemente de forma irreversible. Las consecuencias en los ámbitos de las relaciones sociales, el sistema sanitario y el trabajo han sido notables. Por no hablar de las psicologías, devastadas por el aislamiento y el bombardeo mediático. No es fácil salir de una relación tan intensa con la muerte, que durante mucho tiempo pareció prevalecer sobre la vida. En este sentido, la pandemia ya tendía a rebasar la época de las crisis para entrar en la era de las catástrofes. Ya no era una crisis de gobierno, sino una crisis catastrófica, a medio camino entre crisis y catástrofe, ambas al mismo tiempo.
La guerra en curso hace aún más clara la transición de la época de las crisis a la época de las catástrofes. La catástrofe se perfila como la plasmación misma de nuestro tiempo. Lo que se derrumba es la posibilidad de comprender lo que está ocurriendo, de darle una forma, un significado global. Ya no tenemos un criterio estabilizador, que seguía siendo la lógica en las crisis de gobierno y de ajuste del mundo capitalista. Porque esa idea de crisis implicaba, daba por sentado, un orden que, precisamente, estaba en crisis y debía ser reconstruido de otra manera. Hoy en día, el orden está definitivamente fuera de nuestro alcance, es literalmente inconcebible. Por lo tanto, ni siquiera puede entrar en crisis, sencillamente porque no existe. Lo que vivimos, después de la pandemia, es un periodo de un caos que ya no se puede ordenar, el periodo de la ausencia de orden, de un orden que se ha vuelto impronunciable. Hoy no nos enfrentamos al perfil de Leviatán, sino a la sombra de Behemoth: el riesgo de una guerra civil permanente. Por eso es tan difícil interpretar esta guerra, lo que realmente está ocurriendo en ella, a través de ella.
Naturalmente, en el plano fáctico hay un agresor y un agredido. Sean cuales sean las raíces históricas de los acontecimientos actuales, lo cierto es que la responsabilidad de la guerra es de Rusia. Pero esto no simplifica las cosas. Porque no hay una lógica de los acontecimientos, un principio del que derivarla: ¿qué gana Rusia con apoderarse de algo –el sur de Ucrania– que ya poseía de hecho, a costa de quedar excluida de todas las mesas mundiales? Algo no funciona, no está claro. De ahí el contraste insalvable entre interpretaciones opuestas que presenciamos. Y, por tanto, surge aún más la dificultad de encontrar una solución, o incluso un simple refugio, lo que los teólogos llamaban un ‘katéjon’, una manera de contener el mal, de neutralizar el conflicto, de ‘inmunizarnos’ frente a él. El ‘katéjon’, en tiempos de pandemia, fue la vacuna. La herramienta mundial para neutralizar un mal mayor con uno menor. Se puede decir que la vacuna fue el último ‘katéjon’ de nuestra época. Y no atañe solo al ámbito de la salud, de la medicina. El ‘katéjon’ es lo que buscamos en todas las crisis catastróficas, cada vez que se avecina una catástrofe. Es la manera de detenerla, de parar el apocalipsis antes de que irrumpa en la historia, poniéndole fin. Porque este es el riesgo al que nos enfrentamos hoy, cuando incluso se plantea la hipótesis del uso de armas nucleares. Hoy nos enfrentamos exactamente al apocalipsis, sin un ‘katéjon’ que pueda detenerlo, al que podamos aferrarnos. La dificultad de intervenir en esta guerra –que está dividiendo irremediablemente a Europa y al mundo– es que parece desprovista de ‘katéjon’, alejada de cualquier remedio, de cualquier posible inmunización. Por eso esta guerra es completamente ajena al sistema de crisis que la modernidad, e incluso la contemporaneidad, han conocido hasta ahora, al tiempo que está plenamente incluida en la temporada de catástrofes.
Las catástrofes son crisis sin posibilidad de inmunización; ya no se pueden neutralizar y, por tanto, están destinadas a provocar la derrota de ambos contendientes, que es lo que está sucediendo precisamente en esta guerra. Con independencia del resultado, lo único que queda sobre el terreno es una laceración incurable: la fractura entre Europa y Asia, Occidente y Oriente. Paradójicamente, la diferencia entre la pandemia y la guerra es que mientras la pandemia unió al mundo, primero en la muerte y en el dolor, y luego en la investigación y en la producción de la vacuna, la guerra lo divide de manera aparentemente irreparable, al menos hasta que aparezca un nuevo ‘katéjon’ capaz de bloquear o neutralizar esta guerra civil europea y mundial en curso.
Naturalmente, el único ‘katéjon’ al que aún sería posible dirigirse es la política. Si no estuviera hoy dominada por otras potencias, militares, económicas, tecnológicas. Y, sin embargo, posiblemente sea la única capaz, no digo de reconstruir el orden mundial, sino al menos de gobernar el caos, de indicar un posible punto de mediación entre intereses en conflicto. Pero siempre y cuando sepa transformarse. Además, si nos remontamos a su etimología, ‘catástrofe’ no es solo un término negativo. Significa cambio de estado, no de algo, sino del conjunto. Lo que significa que solo una política radicalmente renovada, no en sus tácticas, sino en sus estrategias, y antes incluso en sus categorías, sus supuestos, sus valores, puede afrontar la catástrofe. Pero el tiempo apremia, casi se ha terminado; el apocalipsis no espera. En este caso, el cartero no llamará dos veces.
Roberto Esposito es profesor de Filosofía Teorética en la Scuola Normale Superiore de Pisa
Artículo publicado en el diario ABC de España