La pandemia que está recorriendo el mundo, con precedentes desde el siglo XV, con epidemias de peste y desde el siglo XX con epidemias de gripe, son una evidente maldición de los países y una prueba de la fortaleza de sus administraciones. La sensación que producen las iniciativas adoptadas por los gobiernos, más allá del éxito deseable, es que ante la situación, los gobernantes no saben exactamente qué hacer, cómo combatir la pandemia y dar tranquilidad a la población. Sorprende incluso que ocurra una situación como esta a pesar de «que vivimos de forma cotidiana en una red de redes, locales y globales, en todas las dimensiones de nuestra vida». (Manuel Castells, 2020)
Desde el punto de vista filosófico, lo que se pone de manifiesto es que en nuestra sociedad nunca estamos suficientemente protegidos de peligros de esta naturaleza y por lo tanto debemos seguir insistiendo en el conocimiento científico y en la lucha contra las enfermedades. Desde lo práctico, nos viene a la cabeza que la solidez de las instituciones, en este caso predominantemente sanitarias, constituyen la única solución para paliar la situación que está produciendo miles de muertos en todos los continentes.
La pandemia, así declarada por la Organización Mundial de la Salud, comenzó en diciembre en China y en menos de tres meses se ha extendido por todo el mundo.
El régimen chino decretó primero el enclaustramiento de toda una provincia de millones de personas, y gracias, al parecer, a medidas drásticas, ha conseguido minimizar los efectos de la enfermedad.
En Europa, considerada ahora el epicentro de la enfermedad (con Italia, España y Francia a la cabeza) las autoridades debaten recortar los derechos de los ciudadanos (incluyendo la libertad de circulación como en Italia y España) y seguir los consejos de los epidemiólogos y otros expertos sanitarios, que en su intento de lograr la victoria sobre el mal o por lo menos de paliar sus efectos, proponen medidas necesarias de higiene, protección e incluso de distancia entre las personas.
Están en juego muchas cuestiones, pero esencialmente la solidez de las instituciones sanitarias, sociales, de seguridad y defensa. En este sentido, la obediencia a las instrucciones gubernamentales y la contención de protestas o quejas ante la situación, revelan que a pesar de las dificultades los ciudadanos parecen confiar en las instituciones.
Incluso hay momentos emocionantes en los que la población organiza conciertos en las ventanas o aplaude al personal sanitario (Italia) desbordado por la situación, o cuando los vecinos aplauden a los funcionarios sanitarios de los hospitales públicos por su labor y entrega (España). Resulta que los trabajadores públicos son necesarios y queridos por la población.
En América Latina la confianza de los ciudadanos en las instituciones es menor que en los países de la OCDE y la infraestructura sanitaria más escasa. Los problemas, grandes en Europa en estos momentos, pueden alcanzar en América cotas inimaginables, si el combate contra la pandemia no obtiene una respuesta suficiente y eficaz por parte de la instituciones administrativas.
Con el tejido administrativo más débil, la respuesta será insuficiente. Toda la potente infraestructura administrativa europea sanitaria (incluyendo hospitales públicos y privados), de transportes (incluyendo los terrestres, marítimos y aéreos) de orden público y de defensa nacional, se ha puesto al servicio de la lucha contra la pandemia. Todo un desafío que se podrá vencer más fácilmente con instituciones sólidas («y no solo formalistas o discursivas», como señala Luis Aguilar) y funcionarios motivados y movilizados, con una dirección que debe alcanzar a todas las fuerzas sociales, económicas y políticas.