A inicios del año 2023, la revista británica The Economist advirtió el declive de la calidad de la democracia en América Latina. Por séptimo año consecutivo (desde el 2015), el índice de la democracia a nivel regional sufrió un retroceso. No es casualidad que alrededor del 45% de los latinoamericanos vive en países con un régimen híbrido o uno de carácter autoritario.
La realidad de la democracia en América Latina es preocupante. Los antiguos golpes de Estado, casi siempre liderados por militares que llegaban al poder de forma inconstitucional, han sido reemplazados por nuevas formas que han venido afectando el devenir de la democracia en la región. En la década del noventa del siglo pasado, el Gobierno de Alberto Fujimori demostró la capacidad de afectar la democracia sin salirse completamente de ella (apelando a procesos electorales muy cuestionados). En su momento, Hugo Chávez pareció seguir el mismo camino.
En el siglo XXI, la democracia ha seguido amenazada. Hemos visto cómo los Congresos de diferentes países de la región utilizan herramientas constitucionales para destituir a presidentes democráticamente electos. Los “golpes parlamentarios” contra Fernando Lugo en Paraguay (2012) y Dilma Rousseff en Brasil (2016) fueron procesos a todas luces cuestionables. Incluso, como sucedió en el Perú, el proceso de destitución de Martín Vizcarra (2020) por el Congreso fue posible luego de interpretaciones jurídicamente insostenibles que nos han hecho creer que la figura constitucional de la vacancia es equivalente a un juicio político. Es más, las amenazas de una vacancia presidencial por incapacidad moral por parte del Congreso fueron permanentes en los Gobiernos de Pedro Pablo Kuczynski y Pedro Castillo. Finalmente, todo depende del apoyo que un presidente pueda tener en el Parlamento.
Por otro lado, otra forma de afectar la democracia ha sido a través del lawfare o el uso de las instancias judiciales para inhabilitar o afectar las posibilidades electorales que podrían tener políticos de la oposición. Una de las víctimas recientes más conocidas del lawfare en América Latina, tal y como lo ha señalado la misma justicia brasileña, ha sido Lula da Silva. Justamente, la ofensiva judicial contra el hoy presidente de Brasil le impidió postular el año 2018. No obstante, no todos los escenarios judiciales contra políticos acusados por actos de corrupción u otros hechos delictivos en la región entran en la categoría del lawfare, tal y como sucedió con los expresidentes Carlos Saúl Menem y Alberto Fujimori.
Otro ejemplo importante de lawfare en la región se evidencia en la persecución de la Fiscalía guatemalteca contra Bernardo Arévalo, primero en sus tiempos como candidato y luego como presidente electo, poniendo en riesgo su llegada al poder este 14 de enero. El “pacto de corruptos” en coordinación con la justicia se ha encargado de perseguir a todos aquellos candidatos que pudieran ir contra sus intereses. Esto impidió que varios candidatos, con grandes opciones, participen del proceso electoral por criterios muy discutibles.
En la actualidad, la inseguridad que viven muchos países de América Latina también constituye un riesgo para la democracia. La terrible situación existente muchas veces permite justificar cualquier acción, así estas no comulguen con la democracia. Tal y como sucedió en el Perú en 1992, el supuesto éxito de Nayib Bukele haciendo frente a las maras en El Salvador ha venido acompañado por una serie de decisiones al margen del Estado de derecho y los derechos humanos. Su intento de reelegirse a pesar de la prohibición constitucional existente demuestra el deterioro de la democracia salvadoreña; pero poco puede hacerse, quedando asegurada su victoria en el próximo proceso electoral.
Por ello, no sorprende que, según el Latinobarómetro (2023), a la mayor parte de la población de la región (54%) –con mayor énfasis en países como Honduras, Guatemala y El Salvador– no le importe si su Gobierno es o no democrático si es que resuelve los problemas de su país. De ahí que la situación de violencia que vive Ecuador en estas últimas semanas y la popularidad de Bukele en la región genera preocupación respecto a las medidas que pueda tomar el Gobierno ecuatoriano. La “mano dura” puede implicar una respuesta poco o nada democrática, legitimando al autoritarismo como el único camino para hacer frente a la violencia.
La consolidación de los regímenes autoritarios de Venezuela y Nicaragua, y el agotamiento de la democracia peruana también son reflejo de lo que viene sucediendo con la democracia en América Latina. El caso del Perú es particularmente importante, no solo por el hecho de haber tenido seis presidentes en siete años, sino también por el intento de golpe de Estado que trató de llevar a cabo Pedro Castillo y las decisiones que viene tomando el Gobierno de Dina Boluarte, las cuales son poco respetuosas de los derechos humanos, la institucionalidad y las obligaciones internacionales del Estado peruano.
Lamentablemente, la región no cuenta con mecanismos eficientes para proteger la democracia. El Compromiso de Santiago y la Resolución 1080 (1991), así como la Carta Democrática Interamericana (2001), principales herramientas creadas para defender la democracia, resultan insuficientes. Como hemos visto, las circunstancias que afectan hoy al Estado de derecho son más complejas que en el pasado. Esto ha llevado a que instituciones como la OEA se vuelvan irrelevantes para hacer frente a lo que sucede en la región. El fracaso de la OEA en la crisis venezolana y el retiro de Venezuela del órgano hemisférico es solo un ejemplo de las falencias existentes para proteger la democracia en América Latina.
Por el contrario, hemos visto cómo países de mucha influencia regional como Estados Unidos y Brasil terminan legitimando a Gobiernos poco comprometidos con la democracia. En un contexto difícil para Medio Oriente, la reducción de algunas de las sanciones impuestas por Estados Unidos contra Venezuela puede significar la reanudación del flujo del petróleo venezolano, algo que seguramente resulta de interés del Gobierno estadounidense. Mientras que para Brasil, su liderazgo en la reactivación de la integración sudamericana y amazónica necesita del apoyo de gran parte de los Gobiernos de la región, entre ellos, el venezolano y el peruano. Pragmatismo que no necesariamente fortalece la defensa de la democracia.
Sin una cultura democrática en nuestra sociedad, la carencia de instituciones para defender la democracia en la región, el poco interés de nuestros países por desarrollar este tema y las nuevas amenazas que afectan la democracia (y peor aún, que legitiman el autoritarismo), es probable que el deterioro democrático continúe. Y si seguimos eligiendo a presidentes con credenciales que apelan a la fractura y a un discurso violento –¿se imaginan si Donald Trump es elegido nuevamente presidente de Estados Unidos?–, el futuro de la democracia en América Latina resulta incierto.
Artículo publicado en el diario La República de Perú